Por Pablo Cabañas Díaz
— José Saramago, “Hasta aquí he llegado”, El País, 22 de abril de 2003.
El viejo dilema de la izquierda latinoamericana —la lealtad al mito o la fidelidad a los principios— resurge hoy en las aguas del Golfo de México, donde los barcos petroleros llevan a Cuba una esperanza disfrazada de combustible. En sólo cuatro meses, entre mayo y agosto de 2025, México ha enviado 58 embarques de hidrocarburos a la isla, equivalentes a más de 3 mil millones de dólares. Nunca antes, ni siquiera en los años del “internacionalismo petrolero” de López Portillo, se había registrado una cifra semejante.
Los envíos, realizados principalmente desde Coatzacoalcos, Veracruz, a través de la filial Gasolinas Bienestar, han encendido un debate que no es sólo contable, sino moral y político. Los críticos del gobierno ven en este acto una reedición del viejo romanticismo revolucionario: apoyar a Cuba como símbolo, aun cuando el símbolo se haya convertido en sombra. En Washington, Marco Rubio, secretario de Estado y portavoz del anticastrismo institucional, acusa a México de “sostener a una dictadura que fusila sus sueños”. En Nueva York, The Wall Street Journal cuestiona los envíos, señalando que los 400 mil barriles diarios que México produce deberían servir para aliviar la crisis energética interna y no alimentar el “pozo sin fondo de La Habana”.
Pero el conflicto va más allá de las estadísticas. Detrás del petróleo navegan los fantasmas de una fraternidad latinoamericana que el siglo XXI ha ido erosionando. Cuba fue, durante décadas, el espejo donde América Latina quiso mirarse: la utopía de los desposeídos, el laboratorio del sacrificio y de la dignidad. Hoy, ese espejo devuelve un reflejo opaco. Las cárceles de disidentes, los juicios sumarios y la represión de las protestas —como las de julio de 2021— recordaron al mundo que la Revolución, alguna vez promesa, terminó siendo un aparato de control. Saramago lo advirtió con la lucidez del que ama: “Hasta aquí he llegado”. No era una ruptura con Cuba, sino con la mentira.
Desde el puerto de Coatzacoalcos, los barcos —el Sandino, el Delsa, el María Cristina— zarpan con destino a la bahía de Matanzas. En sus bitácoras se cruzan la geopolítica y la nostalgia. El Sandino, ironía del destino, está sancionado por Estados Unidos por presuntas actividades ilícitas; sin embargo, continúa su ruta, protegido por la retórica de la “solidaridad energética”. A bordo no sólo viaja petróleo: viaja también el peso de una decisión diplomática que coloca a México en una posición ambigua ante el mundo.
La presidenta Claudia Sheinbaum ha defendido esta política como “ayuda humanitaria”, argumentando que los embarques representan menos de un día de producción nacional. Pero la realidad fiscal de Pemex, con una deuda que supera los 106 mil millones de dólares, hace que toda generosidad se perciba como sacrificio. En el Congreso, voces opositoras han exigido una revisión de los contratos de Gasolinas Bienestar, cuya existencia misma parece una alegoría de la opacidad: sin empleados registrados, sin sede visible, sin contabilidad clara.
Algunos economistas advierten que, detrás del gesto solidario, se esconde un costo político mayor: el aislamiento internacional. Estados Unidos observa con recelo cualquier apoyo al régimen cubano, mientras que Europa —más pragmática— prefiere el silencio. México, en cambio, insiste en la narrativa del humanismo, esa vieja aspiración de un país que busca reconciliar la ética con la diplomacia. Pero toda política exterior, como enseñó Octavio Paz, es también una forma de autobiografía nacional.
¿Es este petróleo una forma de resistencia o un eco de la ceguera? La historia no lo dirá aún. Lo cierto es que cada barril que cruza el Caribe lleva la firma de una época que se niega a morir: la del ideal revolucionario que no supo envejecer. En esa travesía, México parece debatirse entre la memoria y la conveniencia, entre la solidaridad y la responsabilidad. Y como en los versos de Saramago, tal vez haya llegado el momento de decir: hasta aquí.