Pablo Cabañas Díaz
En uno de los polvorientos salones de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde las ideas flotan entre el eco de los pasillos y el murmullo de las discusiones, Emilio Uranga (1921-1988), solía ser el centro de todas las miradas. No era por su aspecto imponente ni por su vestimenta elegante; era su palabra, afilada y certera, la que capturaba la atención. Pero detrás de esa figura que tantos admiraban y otros temían, se escondía una historia de marginación y desafío.
Uranga, conocido por su genio indomable y su pensamiento crítico, no siempre fue bien recibido en los círculos académicos. Su estilo provocativo y sus opiniones audaces lo llevaron a desafiar a maestros y colegas, generando una ola de controversia que finalmente lo empujó al ostracismo. A pesar de su brillantez, sus constantes críticas y su personalidad arrolladora lo alejaron de los centros de poder intelectual.
Sin embargo, Uranga no se quedó de brazos cruzados. Se adentró en el periodismo y se convirtió en asesor de varios presidentes mexicanos, incluyendo a López Mateos, Díaz Ordaz, Echeverría y López Portillo. En este nuevo escenario, su influencia fue significativa, aunque también le valió el apodo de “genio maligno” del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Su participación en la política y su cercanía con el poder político solo acrecentaron la desconfianza de sus detractores en el mundo académico.
Pero la historia de Uranga no termina aquí. A pesar de su marginación, sus ideas y reflexiones sobre la filosofía mexicana y la identidad nacional continuaron resonando en los rincones más ocultos del pensamiento crítico. Su obra, que por décadas fue olvidada, ha experimentado un renacimiento en los últimos años. Hoy, muchos reconocen en Uranga a un pensador adelantado a su tiempo, cuyo legado sigue inspirando a nuevas generaciones de filósofos y pensadores.
Una anécdota que ilustra el peso de su marginación y su resistencia ocurrió durante una conferencia en la misma Facultad de Filosofía y Letras. Uranga, invitado a hablar sobre la filosofía mexicana, enfrentó una sala llena de críticos y detractores. Cuando llegó su turno de hablar, comenzó con una frase que resonó como un desafío: “Hoy, me presento ante ustedes no como un marginado, sino como un pensador que ha resistido la inquisición académica y política.” Sus palabras, cargadas de ironía y firmeza, dejaron a la audiencia sin aliento, pero también marcaron un punto de inflexión en la percepción de su obra.