Por Pablo Cabañas Díaz
En México, los errores no se cometen: se declaman. El secretario de Salud, David Kershenobich, en pleno informe sobre hospitales inundados, convirtió a Huauchinango en huachinango y a Poza Rica en Costa Rica. Lo que en cualquier otro país sería un lapsus, aquí se vuelve poesía involuntaria: el arte de transformar el desastre en chiste, la tragedia en meme.
Kershenobich, académico de renombre, exdirector del Instituto Nacional de Nutrición, Premio Nacional de Ciencias, creyó que la precisión científica lo protegería del lenguaje cotidiano. Pero el poder en México es un laboratorio sin control de calidad. Bastó un micrófono encendido para que el hepatólogo eminente se volviera un bufón tropical, nadando entre los peces de su propia confusión.
Al día siguiente, la escena se repitió con tintes orwellianos. Antes de hablar, la presidenta Sheinbaum le susurró, con ternura burocrática: “No digas municipios afectados.” Traducido al lenguaje político: no menciones la realidad, que nos puede arruinar el guion. Es el nuevo manual de comunicación pública: cuando la verdad estorba, cállala. Cuando un pueblo se inunda, cámbiale el nombre.
El episodio —que el país recibió entre carcajadas y resignación— resume la tragicomedia nacional. Un gabinete que presume ciencia y modernidad, pero que le teme a las palabras. Un secretario que confunde los nombres de los pueblos mientras los damnificados buscan refugio sobre los techos. Y una presidenta que, ante la torpeza, prefiere el silencio profiláctico: la censura como vacuna contra el ridículo.
Carlos Monsiváis lo habría descrito con ironía misericordiosa: “El intelectual institucional se extravía en los laberintos de la geografía y la sintaxis, mientras el país se ahoga en literalidad.” Porque eso fue el lapsus: un acto fallido de la tecnocracia sentimental, ese género que combina la estadística con la autocomplacencia.
En México, el humor es la última forma de higiene pública. Y el huachinango de Kershenobich no es solo un error, sino un espejo: refleja la distancia entre los funcionarios y los lugares que gobiernan, entre el lenguaje aséptico del poder y el lodo donde vive la gente.
Poza Rica sigue bajo el agua, Huauchinango sigue siendo Huauchinango, y el secretario, mientras tanto, flota —digno, serio y desconectado— en el acuario del gabinete. En el país del Huachinango, la salud pública no se cura: se pronuncia mal.