Pablo Cabañas Díaz.
El desarrollo del proceso electoral en México en 2018, largo en periodicidad y costoso en recursos públicos, contó con altos niveles de participación ciudadana y condiciones inéditas de competencia electoral del que se obtuvo un resultado positivo en términos de legitimidad democrática para el país.
De acuerdo con el Instituto Nacional Electoral (INE), se organizaron elecciones para 18 311 cargos federales y locales, de los cuales: 629 federales (1 presidencia de la República, 500 diputaciones y 28 senadurías) y 17 682 locales (8 gubernaturas y 1 jefatura de gobierno, 972 diputaciones, 1 597 presidencias municipales, 16 alcaldías, 1 237 concejales, 1 665 sindicaturas, 12 023 regidurías, 19 regidores étnicos), así como juntas municipales: 24 presidencias, 24 síndicos y 96 regidurías, todo ello con base en un padrón de 90 150 698 ciudadanos con credencial para votar .
La victoria de Andrés Manuel López Obrador en las elecciones del 1º de julio de 2018 constituye un hecho histórico para México, pero también una caída sin precedentes en la votación de los partidos políticos de la oposición.
Después del 1º de julio de 2018, los partidos políticos de oposición, se encuentran débiles, en su atomización, fragmentación y colapso. La ciudadanía opositora oscila entre la polarización -expresada en la protesta contra o en la indiferencia hacia la política. En todos los casos, la ciudadanía responsabiliza al presidente por la marcha del gobierno. Estamos ante una presidencia con notables grados de personalización electoral y gubernamental de la política. La centralidad es tal que la institución presidencial queda reducida al presidente, mientras el estilo personal se reproduce en todo el sistema político.
El proceso electoral de 2018 muestra que el sistema de partidos que se conformó en México durante las tres últimas décadas claramente ha cambiado. Los tres grandes partidos históricos —PRI, PAN y PRD— han sido desplazados en todos los ámbitos —federal, legislativo y estatal — por un nuevo contendiente: Morena.
Si bien el PRI perdió las elecciones presidenciales de 2000 y 2006, nunca había quedado tan mermada su fortaleza en el Legislativo y en las entidades federativas, muchas de las cuales se habían mantenido como bastiones clave para su sobrevivencia. En un hecho sin precedentes, el PRI solo obtuvo 45/500 diputados federales y 14/128 senadores. Esta debacle del PRI también se expresa en el ámbito de las gubernaturas estatales. En 2012, cuando el PRI recuperó la Presidencia, obtuvo también 21/31 gubernaturas. En la elección de 2018, de 8 gubernaturas en disputa el PRI no obtuvo ninguna y perdió Yucatán y Jalisco.
Solamente 5 estados —Coahuila, Hidalgo, Colima, Estado de México y Campeche— no han sido gobernados por un partido diferente al PRI. Por tanto, los resultados de la última elección son los peores en toda la historia del PRI.
En contraste, López Obrador fue el más votado en todos los estados con la excepción de Guanajuato. Obtuvo 4 gubernaturas, incluyendo la Ciudad de México, y logró 252/500 curules en la Cámara de Diputados, a los que se pueden agregar 31 de su aliado el PT. En el Senado de la República obtuvo 59/128 escaños que conforman el hemiciclo, más 6 del PT. Esto hace que López Obrador disponga de un fuerte respaldo en el Poder Legislativo, lo cual permite vislumbrar un Poder Ejecutivo fuerte y con un amplio margen de maniobra para desarrollar su agenda, sin muchas restricciones o negociaciones complejas con los partidos de oposición.
Morena obtiene su legitimidad mediante un proceso democrático, a diferencia de la hegemonía del PRI, que desde finales de la década de 1960 perdió su legitimidad y se sostuvo en el poder a partir de elecciones cuestionadas, poco transparentes y fraudulentas.