Por Pablo Cabañas Díaz
El domingo 23 de abril de 1989 amaneció con un aire de presagio en el Pedregal. Carlos Jonguitud Barrios, viejo maestro rural convertido en cacique sindical, despertó enfermo, agripado, y sin saber que aquel sería el último día de su reinado en el SNTE. A las nueve de la mañana, llegó a su casa el secretario de Educación, Manuel Bartlett Díaz, con un mensaje que no necesitaba envoltorio: el presidente Carlos Salinas de Gortari había decidido que su tiempo había terminado.
La escena, hoy vista desde 2025, parece salida de una de las inquisiciones silenciosas del poder priista: no había juicio, sólo sentencia. Bartlett, distraído, observaba los muebles ostentosos de una casa sin elegancia; Jonguitud, con un gorro de lana y el rostro rígido por la miastenia gravis, intentaba sostener la conversación. Esa enfermedad neuromuscular que paraliza el cuerpo fue también el símbolo de un poder exhausto. El músculo político que había controlado a los maestros durante dieciséis años se debilitaba junto con los suyos.
La noche anterior, en Los Pinos, Salinas había reunido a su círculo de hierro: Fernando Gutiérrez Barrios, Manuel Camacho Solís, José Córdoba Montoya y el propio Bartlett. La orden era clara: había que resolver la crisis magisterial y remover al viejo líder antes de que la CNTE —que movilizaba a medio millón de maestros— se convirtiera en una amenaza real. El gobierno respondería parcialmente a las demandas salariales, pero el beneficio político debía ser para un nuevo liderazgo. El nombre surgió con naturalidad: Elba Esther Gordillo Morales. Ella encarnaba el relevo funcional del viejo corporativismo, una maestra que entendía el lenguaje tecnocrático del salinismo.
Jonguitud no tenía salida. Días antes había ofrecido su renuncia a Gutiérrez Barrios. Conocía las reglas del poder: quien desafiaba al presidente terminaba como Joaquín Hernández Galicia, “la Quina”, detenido por el Ejército y humillado ante la nación. Así que, enfermo y derrotado, aceptó acompañar a Bartlett a Los Pinos. En la casa Lázaro Cárdenas, preguntó con voz cansada: “¿Qué quiere el presidente de mí?”. “Su renuncia”, respondió Bartlett. En el descanso de la escalera, Jonguitud hizo una última pregunta: “¿Quién me sustituirá?”. Cuando escuchó el nombre de Gordillo, sus ojos se nublaron.
Aquel día, sin ruido ni resistencia, nació una nueva inquisición dentro del magisterio. La purga del viejo líder dio paso a la hegemonía de Elba Esther, una figura moldeada para los nuevos tiempos: menos sindicalista, más operadora política. Desde la distancia de 2025, el episodio revela el ADN del salinismo: un poder que se presentaba como modernizador, pero que seguía administrando la obediencia con la precisión de un inquisidor. El magisterio no fue democratizado, sólo cambió de carcelero.
