Por Pablo Cabañas Díaz
En las fotografías granuladas de los archivos policiales de los años setenta, Juan José Esparragoza Moreno aparece con la mirada tranquila de un funcionario menor. No parece el arquitecto silencioso del crimen organizado que sería después. Lleva la camisa bien planchada, el gafete de la Dirección Federal de Seguridad colgado al pecho y ese gesto impasible que caracteriza a los hombres que observan más de lo que hablan. Sin embargo, allí —en esos pasillos austeros de la agencia de inteligencia mexicana— comenzó a formarse uno de los operadores más enigmáticos y discretos del narcotráfico continental.
Nacido en Badiraguato, en lo profundo de la sierra donde la ley suele circular por brechas de terracería, “El Azul” se abrió paso primero como policía. Conoció los códigos de la calle, los hábitos de los delincuentes, el burocrático ritmo de las oficinas y los secretos compartidos en voz baja entre agentes corrompidos por el dinero fácil. La DFS, diseñada para investigar amenazas contra el Estado, se convirtió para él en una academia informal donde aprendió el mapa interior del país: rutas, mandos, jerarquías, lealtades frágiles. Lo que debía ser un compromiso con la ley terminó siendo la antesala de su verdadera carrera.
Allí conoció a los policías que ya negociaban con los primeros capos. Allí entendió cómo se compra un silencio y cómo se protege un cargamento. Y allí, en medio de expedientes manoseados y radios que crepitaban interferencia, escuchó por primera vez los nombres de Ismael “El Mayo” Zambada y Joaquín “El Chapo” Guzmán, entonces figuras emergentes del criminalismo sinaloense. Su tránsito al narcotráfico no fue un salto, sino un deslizamiento natural en un sistema donde las fronteras entre institución y delito se difuminaban.
Cuando finalmente dejó el uniforme, “El Azul” ya conocía mejor que nadie las debilidades del Estado. Ese conocimiento técnico —cómo piensa un policía, cómo se mueve una corporación, cómo se oculta un expediente— lo convirtió en un intermediario privilegiado. No era el pistolero ni el jefe visible; era el negociador, el hombre que sabía abrir puertas sin romperlas, conectar familias, mediar guerras internas y garantizar que la sangre no entorpeciera los negocios.
En un mundo gobernado por la estridencia, Esparragoza construyó poder desde la sombra. Fue policía, y ese origen marcó cada uno de sus movimientos. En su biografía no hay estruendo: sólo la huella silenciosa de quien entendió que la clave del crimen no está en la violencia, sino en conocer íntimamente a quienes se supone deben combatirlo.
