Por Pablo Cabañas Díaz
En el laberinto suburbano del Estado de México, donde la cotidianidad se mezcla con la amenaza latente, la detención de Andrés Filomeno Mendoza Celis, un septuagenario conocido en Atizapán como “El Chino”, no fue simplemente un arresto; fue el desgarro de un velo. Mendoza, ese vecino cordial, activista social, y ex carnicero, que en apariencia tan solo promovía programas para mejorar el barrio, albergaba un sótano de horror que lo ha catalogado como el mayor feminicida serial conocido en México. Su historia, un escalofriante expediente de engaño y atrocidad, resuena con una frecuencia particularmente amarga en un país acostumbrado a contar sus muertes en diez feminicidios diarios.
El principio del fin llegó, irónicamente, a través de una conexión personal y cotidiana. Reyna González Amador, una mujer de 34 años, desapareció tras acompañar a Mendoza, a quien conocía bien, a reabastecer su local. El esposo de Reyna, un jefe de policía municipal, no tardó en seguir el rastro que lo condujo a la vivienda de “El Chino”. Lo que encontró en el interior, después de forzar la entrada ante la resistencia del anciano, fue un espanto que trascendía el crimen pasional: González estaba muerta y desmembrada.
Pero el hallazgo de Reyna fue solo la punta de un iceberg enterrado bajo el piso de una habitación subterránea. La subsiguiente excavación reveló una necrópolis doméstica: cerca de 4,600 restos óseos correspondientes a al menos 17 mujeres, un niño y un hombre, acumulados durante tres décadas de impunidad silenciosa. La fachada de “buena gente” que Mendoza proyectaba hacia la comunidad ocultaba un depredador metódico que atraía a sus víctimas —a menudo mujeres de bares o aquellas que buscaban ayuda en programas sociales— para luego desmembrarlas y enterrarlas justo debajo de su recámara.
El caso, que incluyó la confesión de que había consumido carne de sus víctimas, ha dejado una marca indeleble. El “Caníbal de Atizapán” no solo mataba; borraba. Su libreta con detalles de las mujeres y sus pertenencias, hallada por los investigadores, es el macabro inventario de una vida dedicada al exterminio. Si bien Mendoza purga ya una cadena perpetua por el asesinato de González, el peso de las otras identidades —aquellas que la Fiscalía aún intenta devolver a sus familias— se mantiene como un recordatorio sombrío.
En un giro notable, este horror ha sido transformado en una miniserie documental, “Caníbal, indignación total”, auspiciada por la propia Suprema Corte de Justicia de la Nación. El columnista Javier Tejado Dondé, productor del proyecto, lo concibió no como una crónica true crime, sino como un acto de consciencia colectiva. La alianza entre el periodismo y el máximo tribunal busca confrontar la indiferencia ante la estadística, obligando al país a mirar de frente la tragedia. Es un intento por convertir la indignación en un motor de cambio, esperando que el reflejo de la maldad en Atizapán pueda, finalmente, resquebrajar el muro de la violencia sistémica en México.
