POR PABLO CABAÑAS DÍAZ
La cocina prehispánica mexicana es más que una herencia gastronómica: es la memoria viva de un mundo que entendía la tierra, sus ciclos y sus frutos con una precisión que hoy todavía sorprende. Antes de la colonización, culturas como los mexicas, mayas, zapotecas y mixtecas habían desarrollado sistemas agrícolas complejos —milpas, chinampas y tlacololes— que no solo alimentaban a sus pueblos, sino que expresaban un profundo respeto por la naturaleza. Cada semilla, cada raíz, cada fruto era parte de un entramado social, económico y ritual que conectaba al hombre con el universo.
El maíz, el frijol, el chile y la calabaza eran los protagonistas de esta cocina, pero no estaban solos: jitomate, quelites, zapotes, aguacate, cacao y guajolote completaban una dieta rica y equilibrada, mientras que insectos, pescados y carnes de caza aportaban proteínas y grasas indispensables. Esta diversidad no era casualidad, sino fruto de un conocimiento minucioso del entorno y de la capacidad de transformar ingredientes sencillos en platos que nutrían el cuerpo y el espíritu.
Las técnicas culinarias prehispánicas demuestran ingenio y adaptación. La nixtamalización del maíz no solo aumentaba su valor nutricional, sino que permitía la creación de tortillas y tamales, alimentos que todavía representan el corazón de la mesa mexicana. La barbacoa, conocida como piib o ximbó, el asado al fuego, la cocción al vapor y los comales de barro no eran meras técnicas: eran rituales que transmitían historia, comunidad y paciencia. Platos como el caldo de piedra chinanteco, que cocina pescado y vegetales con piedras al rojo vivo, son ejemplos de cómo la gastronomía prehispánica mezclaba utilidad, sabor y simbolismo.
Los utensilios, simples pero eficaces —metates, molcajetes, ollas de barro y jícaras de guaje— revelan la creatividad de un pueblo que encontraba soluciones prácticas con recursos limitados. La sal, en sus diversas formas de tequesquite, reforzaba sabores y mostraba cómo incluso un ingrediente humilde podía transformar un plato.
La colonización intentó borrar esta tradición, imponiendo ingredientes y modos europeos, pero la cocina prehispánica resistió y se adaptó, dejando una huella indeleble en la identidad mexicana. El maíz, el frijol y el chile siguen siendo pilares en los hogares, mercados y restaurantes del país, recordándonos que la gastronomía no solo alimenta, sino que también conserva historia, cultura y memoria colectiva. La cocina prehispánica es, en suma, un acto de resistencia: un puente entre el pasado y el presente, que celebra la riqueza de un pueblo que supo convivir con la naturaleza y convertirla en sabor, en tradición y en identidad.