Pablo Cabañas Díaz.
Al finalizar 2014, los acontecimientos de Tlatlaya y Ayotzinapa ocuparon espacios importantes en los medios de comunicación internacionales y en los pronunciamientos de gobiernos, parlamentos y organizaciones internacionales gubernamentales y no gubernamentales. Algunos parlamentarios de la Unión Europea llegaron, incluso, a solicitar que se paralizaran los trabajos para la modernización del Acuerdo de Asociación con México, en tanto no se reconstruyera la confianza en la aplicación efectiva del Estado de derecho y el respeto a los derechos humanos en México.
Era septiembre de 2014, habían pasado pocos días de que Enrique Peña Nieto pronunciara un discurso lleno de optimismo en la Asamblea General de la ONU, donde invitó a los países del mundo a seguir el ejemplo de su país “que se atrevió a cambiar”, una crisis política en México derrumbó los ánimos triunfalistas. Tlatlaya y Ayotzinapa tuvieron el efecto de sacar a la luz problemas estructurales del sistema político mexicano que sacudieron no solamente a los mexicanos, sino a todos aquellos que desde el exterior se interesaban en nuestro país.
El derrumbe de las ilusiones no fue inesperado. Las circunstancias políticas y económicas que obligaron a hacer un alto en el camino y ver con más realismo los problemas de violencia, corrupción e impunidad que aquejaban al país estaban allí desde hacía tiempo. Pasaron a segundo término en 2013 por la embriaguez que produjo el Pacto por México y la consiguiente posibilidad de aprobar las llamadas reformas estructurales. Pero pronto se advirtió que una cosa era aprobar leyes y reglamentos, y otra muy distinta implementarlas en un ambiente pleno de tensiones políticas que prevalecían en diversas regiones del país. La presencia de grupos de delincuencia organizada que tornaban ingobernables ciertas zonas de Guerrero, Oaxaca y Tamaulipas era conocida. También se conocían los grupos de autodefensa que habían decidido tomar la aplicación de la ley en sus manos ante la insoportable situación creada por el crimen en Michoacán. A nadie sorprendía el caos ahí reinante.
El auge mediático que adquirió el caso de Ayotzinapa, se sumó el desprestigio del jefe del poder ejecutivo y parte de su gabinete, derivado de investigaciones periodísticas relativas a los tratos sospechosos con inversionistas privilegiados por el gobierno, los cuales indicaban conflictos de intereses y corrupción a gran escala en la elite política.
Si a todo ello agregamos la pérdida de credibilidad de los partidos políticos -en particular el PRD, por pertenecer a ese partido el presidente municipal presuntamente coludido con el crimen organizado que resultó en la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa-, el problema de la carencia de canales de expresión partidaria del descontento se colocó como un factor que profundizó aún más la crisis política.
Fue notable el contraste entre la imagen de México como país soñado para la inversión extranjera y el turismo, que con entusiasmo promovió el gobierno de Peña Nieto, y los problemas de un país donde la desconfianza en las instituciones políticas se estaba generalizando y la violencia se manifestaba bajo sus peores formas. Esa visión contradictoria rompió con el encanto que se quiso construir sobre el atractivo de las reformas estructurales. Visto a la distancia, sorprende que la elite gobernante no advirtiera que, salvo que decidiera dar un golpe de timón contundente para poner fin a la corrupción, reconstruir el Estado de derecho y recuperar la confianza ciudadana en las instituciones del gobierno, se avanzaba hacia un derrumbe del sistema político existente.