Pablo Cabañas Díaz
El 26 de septiembre de 2014, un grupo de estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, en el estado de Guerrero, tomaron de manera pacífica algunos autobuses del servicio de transporte público del municipio de Iguala —en el mismo estado—, con la intención de trasladarse a la Ciudad de México y participar en la movilización social del 2 de octubre. En la misma noche, los autobuses fueron interceptados por la policía municipal de Iguala y atacados con armas de fuego. Como resultado, 7 personas murieron, uno de ellos fue desollado y le arrancaron los ojos, y 43 jóvenes entre los 18 y 23 años, hijos de campesinos pobres de la región, que estudiaban para ser maestros de primaria en alguna de las escuelas públicas rurales, fueron detenidos por policías y desaparecidos.
Antes y después de Ayotzinapa han ocurrido en el país graves violaciones a los derechos humanos. Empezando por la masacre de Tlatelolco, cometida diez días antes de la inauguración de los Juegos Olímpicos de la Ciudad de México en 1968. También, la desaparición de personas en México es frecuente. Según el Registro Nacional de Personas desaparecidas o extraviadas de la Secretaría de Gobernación la desaparición de 38 mil personas.
La desaparición forzada de los 43 estudiantes normalistas en septiembre de 2014 provocó la ola de protestas más importante, por su número y extensión, que ha registrado la historia reciente del país. La desaparición forzada no es un fenómeno nuevo en México, se practicó con gran intensidad por autoridades estatales en el periodo conocido como “Guerra Sucia” durante los años sesenta, setenta y ochenta; seguido del conflicto Zapatista en los noventa y, más recientemente, desde que inició la guerra contra las drogas en diciembre de 2006.
Más allá de vivir con la incertidumbre de no saber el paradero de la persona desaparecida, los familiares de las víctimas tienen que enfrentarse a una total impunidad e inacción de las autoridades y aparatos de justicia, ya que el gobierno de México ha sido renuente a aceptar la existencia de esta crisis humanitaria, la cual claramente tiene un carácter sistemático y generalizado. Es en este contexto, en que se publicó la Ley General en Materia de Desaparición Forzada de Personas, Desaparición Cometida por Particulares y del Sistema Nacional de Búsqueda de Personas (2017). Esta Ley obedece a las exigencias de víctimas, organizaciones y colectivos de la sociedad civil, así como a recomendaciones de mecanismos internacionales de supervisión de los Derechos Humanos y a la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre el Caso Radilla Pacheco contra México (Corte Interamericana de Derechos Humanos, 2009). No obstante, en la Ley no se contempló una adecuada clasificación de la desaparición forzada, confundiéndose una persona desaparecida con una extraviada. Igualmente, ya en la práctica, las autoridades equiparan la desaparición a un “secuestro”. Asimismo, nos encontramos con la falta de voluntad y capacidad del Gobierno mexicano, particularmente de aquellas autoridades encargadas de impartir justicia para investigar, procesar y sancionar delitos comunes y particularmente crímenes graves como la desaparición forzada de personas. Por todo ello, hablamos de una grave crisis de impunidad en el país. El Alto Comisionado de la Organización de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Zeid Ra’ad Al Hussein (2015), reconoció que desde 2007 había “al menos 26,000 personas cuyo paradero se desconoce” y cuyas ejecuciones en muchos casos “presuntamente han sido llevadas a cabo por autoridades federales, estatales y municipales, incluyendo la Policía y algunas partes del Ejército, ya sea actuando por sus propios intereses o en colusión con grupos del crimen organizado”. Además, señaló que “para ser un país que no se encuentra en medio de un conflicto, las cifras calculadas son, simplemente, impactantes