Pablo Cabañas Díaz.
En enero del 1936, Antonin Artaud (1896-1948); decepcionado por el desarrollo de la civilización europea, decidió embarcarse rumbo a México, motivado por la idea de encontrar los principios vivos de una auténtica cultura. Artaud, tenía la creencia que la Revolución Mexicana de 1910 había resucitado la civilización prehispánica. “No fui a México a hacer un viaje de placer, fui a encontrarme con una raza que pudiera entender mis ideas”, dejó escrito en su libro: Viaje al país de los Tarahumaras.
Artaud buscó la “raza-principio” que vivía en “la montaña de los signos”, donde “los grandes mitos antiguos vuelven a ser actuales” y “no existe pleitesía a un Dios” sino “al principio trascendente de la naturaleza” que une “las fuerzas del Macho y la Hembra, representadas por las raíces hermafroditas del peyote”. Esperaba encontrar en México un nuevo concepto de la vida humana; uno que estuviera auténticamente ligado a las tradiciones de su tierra, su raza, sus ritos y costumbres. Buscaba “el inconsciente olvidado de la raza”, el cual esperaba encontrar en sus manifestaciones culturales, incluso a pesar de la apariencia occidental que tenían para él las ciudades mexicanas. La pintora María Izquierdo fue su ejemplo favorito: “Sólo la pintura de María Izquierdo testifica una inspiración verdaderamente indígena”.
Bajo estos principios, la única forma en que Artaud realmente podía conocer la cultura mexicana era participando activamente en alguno de sus ritos. Encontró la posibilidad en la ingesta de peyote, para lo cual dejó la Ciudad de México y se trasladó a la Sierra Tarahumara. El recuento de su experiencia es complicada en su narrativa, por la densidad de la descripción y su carga simbólica. Esta visión de Artaud sobre el peyote contrasta con la descripción que ofrece de su terapia de electrochoques en el asilo mental de Rodez, pues en ella experimentó la pérdida de su memoria y del control sobre su persona, incluso la imposibilidad incluso de poder reconocerse.