La memoria enterrada de los dólares
(SEGUNDA PARTE DE TRES)
PABLO CABAÑAS DÍAZ.
Los dólares que una vez cruzaron océanos y cordilleras, viajaban ahora por caminos de tierra en Centroamérica. En mochilas húmedas, costuras ocultas, botellas vacías. En cada dólar se leía una historia: un fusil, un transistor, un mimeógrafo clandestino. No había logo bancario, pero muchos de esos billetes habían pasado, días o meses antes, por cuentas vinculadas a David Graiver.
En las chozas bajo los ceibos del Petén guatemalteco, en los túneles improvisados del Frente Sandinista, los combatientes no sabían su nombre. Pero algunos comandantes sí. Lo llamaban con respeto y desconfianza: “el banquero argentino”. Era leyenda. Un espectro que financiaba la revolución sin pisar la selva.
Los recursos llegaban con discreción. Algunos en forma de ayuda internacional legal, otros disfrazados de paquetes pedagógicos o kits médicos. El dinero se fragmentaba en entregas anónimas en Tegucigalpa o Tapachula. A veces, una misión religiosa era la fachada; otras, un periodista europeo. Lo importante era que el flujo no se interrumpiera.
Una exdirigente sandinista, entrevistada en Managua en 2001, lo dijo así: “Nunca supimos bien de dónde venía el dinero. Pero sabíamos que alguien en el norte confiaba en nosotros más que muchos en nuestra región”.
Las redes financieras de la insurgencia eran un rompecabezas. Algunas piezas venían de Moscú, otras de Trípoli, muchas de Ciudad de México. El gobierno mexicano toleraba —cuando no facilitaba— las reuniones de cuadros guerrilleros en territorio nacional. Era una política de no intervención con guiños tácticos a la izquierda continental.
En ese contexto, los dólares de Graiver eran un combustible invisible. Nadie podía rastrearlos en el campo de batalla. Pero en los balances internos de los grupos insurgentes, figuraban como “fondos especiales”, “apoyo externo”, “recursos solidarios”.
El dinero permitió sostener escuelas rurales, radios clandestinas, talleres gráficos, hospitales de campaña. También permitió sobrevivir. Comprar maíz, medicinas, baterías. La revolución no se hace sólo con fusiles. Se hace con logística.
Sin embargo, todo flujo deja huellas. En 1983, la CIA interceptó un memorando interno del FMLN que mencionaba “fuentes argentinas extintas”. Un cruce de datos reveló que esas “fuentes” se habían interrumpido en 1976: el año de la muerte de Graiver.
Con su caída, no sólo se perdió un enlace financiero. Se perdió un modelo de operación. Más sofisticado, menos dependiente de gobiernos. Su red nunca fue reemplazada del todo. Los años 80 trajeron otra forma de financiamiento: narcotráfico, secuestros, corrupción interna.
En su diario personal, un comandante sandinista escribió: “Antes teníamos amigos invisibles. Ahora sólo tenemos deudas”.
Los últimos rastros de Graiver en los archivos latinoamericanos se desvanecen entre sellos ilegibles y legajos incompletos. El informe SIDE de 1977 que ordenaba “cerrar definitivamente el expediente G” lleva una nota manuscrita: “Misión cumplida. No dejar cabos sueltos”.
La historia oficial dice que Graiver murió en un accidente aéreo. Pero para algunos, sigue siendo una incógnita deliberada. ¿Volaba solo? ¿Sabía que lo estaban vigilando? ¿Decidió hablar? ¿Lo obligaron a callar?
Lo cierto es que tras su muerte, la insurgencia centroamericana nunca volvió a tener un operador financiero de su talla. Nadie más tejió una red, tan amplia, tan silenciosa, tan eficaz.
Su legado es ambiguo. Fue un banquero sin patria. Un revolucionario sin fusil. Un hombre de números en una era de balas. La historia lo borró de los libros, pero no de las rutas del dinero que cruzaban la selva.
Herencia oculta: las sombras que perduran