Federico Berrueto
Nadie en la política quiere darse por aludido en la lucha contra la impunidad. Tiene mucho que ver con complicidades de hace tiempo. El acceso al poder del PAN corrompió a demasiados, y el modelo Atlacomulco del PRI en el poder afectó a buena parte de la oposición. Los problemas del obradorismo que preceden a su arribo al poder nacional se relacionan con el financiamiento subrepticio e ilegal al movimiento, asunto delicado si, como se ha señalado, los dineros del crimen organizado fueron parte de ello. No es asunto menor, ya en el poder, que el mayor incremento en el contrabando de combustibles se diera en los años electorales.
La destrucción de las contenciones contra la corrupción —como la transparencia, la rendición de cuentas y el escrutinio del Congreso— significó que la venalidad creciera en proporciones inimaginables. Impensable que el contrabando de combustibles fuera operado por oficiales y parientes del secretario almirante Rafael Ojeda. Es posible que todo iniciara con la intención de fondear a Morena y a sus candidatos a gobernador, como se infiere del caso de Sergio Carmona, ejecutado en San Pedro Garza García, Nuevo León, en un operativo de alta escuela criminal sospechosa por su conocimiento de los dispositivos de vigilancia. La corrupción los desbordó y generó formas de complicidad sin precedente.
El crimen de ahora, junto con el contrabando de combustibles, se llama extorsión. No es nuevo y su origen remite a los gobiernos locales y municipales, así como como aduanas, fiscalías, policías y reclusorios. El crimen organizado incursionó en la venta de derecho de piso y, de allí, gradualmente pasó a desplazar a aquellas autoridades para apropiarse del negocio. Los recursos obtenidos por estos medios superan a los del narcotráfico, además de provocar un agravio social mayor. El descontento reciente de transportistas, productores agrícolas y comerciantes a ello remite.
En la medida en que el gobierno minimice lo que ocurre, se reproducen las condiciones para que el crimen persista y se amplíe. Válido el diagnóstico del gobierno federal sobre la necesidad de actuar de manera urgente contra la extorsión y definir una estrategia específica al respecto. Sin embargo, el problema es más profundo por la complicidad de autoridades municipales y estatales. Acabar —o al menos disminuir— la extorsión implica abatir la impunidad de la que gozan las autoridades que la cobijan y se benefician. Acertado ampliar el marco legal, pero la lucha necesariamente implica acciones ejemplares contra criminales que hacen de autoridad y autoridades que hacen de criminales, que tiene implicaciones políticas mayores, sobre todo cuando la complicidad alcanza a los niveles superiores del gobierno local.
La visión centralista ha significado que las atribuciones, los recursos y las responsabilidades se trasladen al ámbito federal cuando el problema es mayoritariamente local. Desde hace tiempo, los expertos destacan la necesidad de depurar, mejorar y adiestrar a policías, fiscales y áreas de investigación de carácter local. Mucho se ha dicho y, quizá, hecho, pero los resultados demuestran que el problema persiste y crece, porque está en los niveles más elevados de gobierno municipal y estatal, como muestran los casos de Sinaloa, Veracruz, Guerrero y Michoacán, entre otros.
Combatir la impunidad, hasta hoy, se realiza según las necesidades políticas del régimen, además de que persiste una profunda ineficacia. Resulta ilustrativo que, en los delitos de alto impacto en los que la presión social se acentúa, las autoridades den con los responsables; pero la abrumadora mayoría no son esclarecidos y sus responsables permanecen impunes. Las cifras lo demuestran, y preocupa aún más su normalización.
El descontento por la impunidad reviste la mayor importancia y constituye la fuerza capaz de alterar el orden de cosas. El reto: que el hartazgo cobre fuerza, no para destruir o recrear la polarización y el encono social, sino para transformar para mejorar. Buena parte depende de lo que hagan las autoridades, de la actitud de los opositores institucionales y de la capacidad del movimiento social para llevar al poder una agenda intransigente y consecuente con la legalidad y la justicia.
Por lo que se ve la lucha contra la impunidad no vendrá del gobierno, porque su preocupación central está en mantenerse en el poder, no en ejercerlo y asumir plenamente su responsabilidad y las consecuencias que implican. La oposición, al menos sus dirigencias, está entrampada por su propio pasado. La mejor y confiable salida viene de la sociedad civil, a pesar de sus limitaciones. No sería la primera vez.
