Federico Berrueto
El presidente López Obrador tiene mucho sentido de las elecciones, no del gobierno, mucho menos de las responsabilidades de Estado. Transformar al país no es un tema de grilla electoral, que para eso es bueno, sino de formación política para entender y comprender en su complejidad el ejercicio del poder político a través de las instituciones. Un político que dice que es muy fácil gobernar ya va dando idea de sus limitaciones. Su desprecio por la ley y las instituciones es ostensible, así difícilmente puede entender al Estado moderno.
Precisamente por eso, al presidente se le fue el tiempo. Tuvo todas las condiciones y circunstancias en los primeros tres años de gobierno, las dejó pasar por una razón, para él negociar, aunque sea en condiciones de ventaja es peor que ceder, tranzar. López Obrador despreció su sólida mayoría legislativa y cuando la perdió se cobijó en la inconstitucionalidad del desempeño de sus diputados y senadores. Su enojo con el Poder Judicial y la Corte es precisamente porque le hicieron entender el tiempo perdido.
A estas alturas debiera tener una mejor idea de la política y la necesidad de vencer convenciendo y no imponiendo. Lo logró con el apoyo del PRI para modificar el transitorio que permitía a las fuerzas armadas regulares desempeñarse en acciones de seguridad pública. Su mayoría parlamentaria, el entreguismo interesado de la oligarquía y la connivencia parte de los medios de comunicación concesionados le ha hecho sentir que un buen presidente es el que se impone arbitraria y caprichosamente.
El presidente ha anunciado que habrá de presentar entre diez y veinte reformas constitucionales este 5 de febrero a pesar de que es imposible que transiten en el entorno de la lección con la composición de la actual legislatura. No es el ejercicio de un reformador, sino de un estratega electoral que pretende hacer campaña por un modelo de país disfuncional al arreglo democrático. Su apuesta es que los votantes le seguirán para hacer realidad el reino prometido. La clave de las reformas está en la ficción del retiro con el mismo ingreso formal. No importa que poco más de la mitad de la fuerza laboral esté en la informalidad, tampoco que no haya recursos para fondear la promesa. Se trata de engañar, de seducir.
El reformador falaz ignora la realidad que sí perciben y padecen la mayoría de los mexicanos. Abonarse en la promesa o en las buenas intenciones es el camino al infierno. Los abrazos sin balazos han significado que el crimen se apodere de territorios, empresas, gobiernos e instituciones. Ya es hora de que las promesas fáciles y soluciones falsas a problemas complejos provoquen un poco de reserva.
El presidente dice que la democracia acabará con la corrupción en el poder judicial para que sean los votos los que definan quienes deban ser jueces, magistrados o ministros. Los legisladores son un modelo para definir la eficacia del voto para designar buenos y probos funcionarios. Además, dice el presidente que no cualquiera puede ser candidato a juez, tiene que ser abogado y cumplir con ciertas normas ¿cuáles? Las mismas que él consideró aplicables a Lenia Batres: cero capacidades, cien por ciento lealtad y sometimiento al proyecto político del por ahora presidente.
El reformador requiere visión de largo alcance, pero no la de la grilla que es la pretensión de que el proyecto personal se vuelva de todos y perdure indefinidamente en el tiempo. Esa es la fantasía propia del dictador. El reformador ve por los demás y entiende que lo que importa es el país, no el grupo, el partido o la facción.
Difícilmente habrá de prosperar la pretensión legislativa del presidente López Obrador. La mayoría calificada está lejos de lo posible. Lo que sí es realidad es que su dictado se ha impuesto a quienes ahora bajo Morena disputan el voto, empezando por Claudia Sheinbaum y quienes integrarían las cámaras federales y los Congresos locales. López Obrador ha despojado a los suyos de la posibilidad de renovación. La continuidad con cambio se limita a los nuevos nombres en la nómina, no al proyecto político. Más aún, lo que no hizo él en su tiempo, ahora es el mandato con el que habrán de actuar quienes lleguen a la responsabilidad en condiciones totalmente distintas, entre otras, la necesidad de negociar y acordar con la pluralidad, justo lo que la polarización ha negado.