Teresa Gil
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Se intensifica la demanda para que sean borrados los nombres de Gustavo Diaz Ordaz y Luis Echeverría de todos los sitios donde aparecen. La historia recoge las grandes afrentas de los gobernantes contra el pueblo, pero éste sigue padeciendo en la cotidianidad los recuerdos que lo agreden. Los nombres de calles, escuelas, aeropuertos, bulevares y otros sitios, que siguen ostentando el nombre deleznable de algún político señalado, son más de lo que uno cree. Pero están además las imágenes, esas fotos que aparecen siempre en la lista de gobernantes, las estatuas o las placas de bronce que se multiplican por el país, para señalar que un gobernante estaba en el poder en el momento en el que se inauguraban esas obras. El día de las elecciones pasadas, fue muy agresivo para los que votamos en las casillas que se instalaron en el edificio de la Canacintra en San Antonio esquina con Patriotismo, porque desde la cola siempre estuvimos viendo en bronce, el nombre de Diaz Ordaz. Peor nos iba a los periodistas- y lo he mencionado en otras ocasiones-, con una placa similar del agresor de Tlatelolco, que se ostentaba debajo de la estatua de Zarco en la placita que lleva el nombre del gran periodista en la colonia Guerrero. Íbamos a denunciar el asesinato de Buendía, por ejemplo, de parte del gobierno priista y teníamos enfrente el nombre del asesino de estudiantes. Un contrasentido lleno de ofensas.
NOMBRES DE TRAIDORES, ASESINOS, LADRONES E INEPTOS, EN LAS CALLES
Los personajes con grandes méritos, deben de ser recordados de diferentes formas, pero no siempre es así; suelen mezclarse agresores de la historia por cuestiones políticas, formalismos, ignorancia o torpeza. En las revoluciones o movimientos triunfantes, lo primero que se hace es borrar los nombres de los usurpadores y tiranos. En México ese detalle ha pasado de largo. Porfirio Díaz le da nombre a calles, sitios y hasta un festival tiene. El traidor Victoriano Huerta. asesino de Madero y Pino Suárez, ostenta su nombre en varias calles del Estado de México y en 14 escuelas en los estados de Chiapas, Jalisco, Yucatán y Veracruz. En las publicaciones que destacan esos datos, se hace notar que en Chimalhuacán grupos de campesinos que recibieron unos terrenos se quedaron sorprendidos de que a su calle principal le pusieran Victoriano Huerta. Nunca los consultaron. De hecho en los nombres de calles, placas y colocación de estatuas e imágenes, el pueblo no es consultado. Por ello resulta sorprendente que ahora, en el caso de Diaz Ordaz y Echeverría, algunos funcionarios señalen que será el pueblo el que decida. No lo consultaron para poner, pero ahora será la comunidad la que decida.
DE SAROYÁN, MI NOMBRE ES ARAM, CUANDO UN NOMBRE LO DICE TODO
En el capitulo IX de Los laberintos bizantinos ( Bruguera 1984) de Juan Perucho, él menciona su recorrido por Armenia y las impresiones que le causaron su arte y arquitectura. Pero me llamó la atención que al final reprodujera la parte de un cuento Mi nombre es Aram que he releído muchas veces. Claro él había mencionado antes en ese recorrido, a William Saroyán el autor. Mi nombre es Aram (Guada Barcelona 1959, varias ediciones más recientes) publicado en otras editoriales como Me llamo Aram, es la recopilación de 14 cuentos autobiográficos del escritor estadounidense de origen armenio -1908-1981-, en el que el nombre toma un gran significado por lo que representa en un jovencito de familia migrante, pobre, exiliado a los suburbios de Los Ángeles y sufriendo todos los avatares, pero en medio del ingenio, la sabiduría y desde luego, la sorna y la perspicacia de los adultos migrantes. Saroyán fue de una familia de esos migrantes que según ellos huían de la incipiente Rusia roja y su posición siempre cobijó al capitalismo del país donde nació. Pero en ese libro desfoga como los grandes escritores -tal como lo hizo el también amante de Estados Unidos Jorge Luis Borges-, su verdadera esencia. Un nombre bello y siempre recordable el de Aram. A diferencia de esos, deleznables, a los que hay que borrar para siempre.