Rajak B. Kadjieff / Moscú
*Trotski, Sverdlov y Zinóviev, los imprescindibles.
*Recibían sueldos con dinero de Alemania.
*“La Revolución proletaria mundial ha comenzado”.
*Indecisiones de Alexander Kerenski, el “Payaso”.
*”Mata para que no te maten”: Martin Latsis.
Las violentas protestas y el alzamiento frustrados de febrero de 1905 en contra de la autocracia imperial rusa y la reacción de patriotismo de las masas oprimidas ante la Gran Guerra declarada en junio de 1914 para enfrentar a los Imperios centrales, había persuadido a los bolcheviques de que su posible victoria podía surgir de la victoria del Reich de Guillermo II de Alemania.
Después de que los servicios de espionaje de Inglaterra hubieran planeado y asesinado en 1916 a Rasputín, personaje siniestro enquistado en la corte de Nicolás II, y las revueltas y tumultos callejeros en Petrogrado seguidos por la renuencia del Ejército a disolverlos, las circunstancias cambaron.
Esto hubiera causado la abdicación del jefe de la autocracia ante la llamada Primera Revolución de febrero (marzo, según el calendario occidental), Lenin -aunque los bolcheviques lo negaran y lo sigan haciendo- aceptó la ayuda de los alemanes, los enemigos de su patria.
Es de sobra conocido el episodio que llevó a Ilich Uliánov a cruzar Alemania clandestinamente en un tren especial al salir de la estación de Zurich, Suiza, despidiéndose con un discurso a sus camaradas: “¡La Revolución proletaria mundial ha comenzado!”.
De inmediato organizó turnos para las diferentes actividades a bordo, el uso de los dos baños por parte de él, su esposa, su amante-traductora, Inessa Armand, y otra más de tres docenas de acompañantes.
El 16 de abril de 1917, el grupo y una escolta mínima de soldados disfrazados entró en la estación Finlandia de San Petersburgo.
Durante los meses primaverales de ese año histórico, mientras los bolcheviques conspiraban contra el gobierno provisional de Alexander Kerenski y la guerra proseguía en Europa occidental y oriental, los leninistas -aseguran sus enemigos- siguieron aceptando dinero de Berlín.
Contradictoriamente, afirman los cronistas de la época, los mismos alemanes que mataban rusos en el frente o los hacían trabajar para ellos, entregaban fondos y financiaban con oro a Lenin y a sus imprescindibles Lev Trotski, Jakov Sverdlov y Grigori Zinóviev.
En marzo de 1917, los bolcheviques compraron una prensa por unos miles de rublos, y en julio publicaban cuarenta periódicos, con una tirada de trescientos mil ejemplares diarios, el principal, Pravda, con una distribución real de noventa mil.
“Además todos los dirigentes recibían un sueldo con fondos que proporcionaba Alemania”, acusó entonces Igor Valeski, encargado de poner orden entre los opositores diseminados en algunas capitales europeas.
El gobierno de Kerenski -antiguo miembro del Partido Socialista Revolucionario y del Gran Oriente de los Pueblos de Rusia- investigó la pista de ese dinero; pero la vacilación y el legalismo de él como primer ministro impidieron que se detuviera a Lenin, bajo un cargo: “Debe ser condenado por colaboración con el enemigo”.
En respuesta y con razón, los ya entonces llamados “rojos” le dieron a Kerenski el apodo -burlón y merecido según ellos- del “Payaso”, programando paralelamente la ejecución de un golpe de Estado que llevarían a cabo el 25 de octubre de 1917, y no el 7 de noviembre de acuerdo con el calendario gregoriano, que se adoptaría oficialmente en 1918, vigente hasta el fin de la era soviética, en diciembre de 1991.
Como culminación a esas convulsiones políticas ocurridas a lo largo de 1917, los bolcheviques por fin dieron luz verde al ataque contra el Palacio de Invierno a las 22.20 horas del último viernes de octubre, para que inmediatamente después, Vladímir Ilich Uliánov, Lenin, fuese elegido presidente del Sovnarkom, el Consejo de Comisarios de los Pueblos de Rusia.
En diciembre de 1917, con el ex aristócrata polaco Félix Dzerzhinski a la cabeza, se fundó la policía política, la Cheka (cuyo decreto se conoció íntegro sólo en 1958), con la misión de detener y matar a los que consideraban sus enemigos, además de suprimir todos los tribunales y oficios vinculados a ellos.
Los rusos “blancos”, que también practicaron una gran violencia en la guerra civil, jamás crearon instituciones como la Cheka; pero , a diferencia del “terror rojo”, sus métodos jamás fueron “sistemáticos”.
En septiembre de 1918, tras el atentado de Fanny Kaplan contra Lenin, el Sovnarkom autorizó a la Cheka a tomar rehenes para ejecutarlos y deportar a los “enemigos de clase” a los campos de concentración en Siberia y Rusia oriental que, desde tiempos remotos, servía como castigo a los opositores, como lo atestiguó Antón Chéjov, gran escritor clásico ruso.
“Mata para que no te maten”, dijo el chekista Martin Latsis, es que así pensaban y se comportaban los miembros del partido bolchevique, forjado por Lenin a su imagen en el exilio, ya erigido en luz y guía de sus prosélitos fanatizados.
Como dice Richard Pipes en La Revolución rusa, Lenin fue “la fuerza rectora del terror rojo en todo momento. Quería construir un mundo habitado por buenos ciudadanos y esa obsesión le llevó, al igual que a Robespierre, a justificar moralmente la eliminación de malos ciudadanos”.
Cuando se suprimió formalmente la pena de muerte en la Unión Soviética antes de que Lenin muriese en enero de 1924, criticó ese ordenamiento: “¿Cómo vas a hacer una revolución sin ejecuciones? ¿Esperas eliminar a tus enemigos desarmándote tú? ¿Qué otros medios de represión hay?”