LOS ÁNGELES, CALIFORNIA.- “This film should be played loud”. La indicación que abría El último vals (1978) de Martin Scorsese (en realidad, un guiño a las “instrucciones de audición” que figuraban en algunos LP icónicos) ha devenido una síntesis identificadora de las películas-concierto: cine para ser visto pero, sobre todo, escuchado.
De acuerdo con CINEMANÍA, lo que siempre ha buscado la música (el rock, en especial) cuando ha entrado en contacto con la pantalla. No en vano, Frank Zappa recordaba que uno de los aspectos más excitantes de ir a una proyección de Semilla de maldad en su estreno en 1955 era poder oír el hit de Bill Haley & The Comets Rock Around the Clock con el volumen y la calidad de los altavoces de una sala, a eones de distancia de los modestos equipos domésticos que se podían permitir la mayor parte de adolescentes.
Y si las estrellas de la radio apenas tardaron un parpadeo en dejarse querer por el cine (de ello dan fe las películas al servicio de Elvis, o títulos como Una rubia en la cumbre, de Frank Tashlin en 1956) no es de extrañar que la industria discográfica viera un filón en la posibilidad de filmar a sus primeras espadas en su hábitat natural, el escenario, creando una experiencia distinta de la música en directo a través de conciertos filmados.
Unas películas producidas, en muchas ocasiones, por las mismas compañías de discos, y cuyo lanzamiento se acompaña estratégicamente de álbumes en directo a modo de banda sonora; argucias comerciales que, como señala K.J. Donnelly en su libro Magical Musical Tour, pueden haber contribuido a que buena parte de la cinefilia haya visto las “películas concierto” como algo ajeno a lo estrictamente fílmico, como una entidad híbrida y potencialmente sospechosa, que nunca ha encontrado un lugar real en la cartografía de las corrientes cinematográficas.
A través de 15 películas, este artículo propone un recorrido cronológico (acelerado y forzosamente incompleto) por la historia de los conciertos filmados, partiendo de la intuición que se trata de una tradición sin un cánon verdadero, pues los cambios y las sinergias entre la industria cinematográfica y la musical han marcado una serie de volantazos en la manera en que era distribuida y, en última instancia, concebida.
De la exhibición en salas entre finales de los sesenta y la década de los setenta se pasó al consumo en VHS (y, posteriormente, DVD) con el auge de los formatos domésticos, para luego derivar en obras de formato difuso que circulan en redes y plataformas de streaming (una evolución, si nos fijamos, no muy disimular a la de la pornografía, signifique lo que signifique eso) y acabar volviendo a los cines (ya veremos si de manera fugaz o duradera) a través de películas-evento centradas en Taylor Swift (The Eras Tour, 2023), Beyoncé (Renaissance, 2023) y también del reestreno de un clásico como Stop Making Sense (1984).
Una selección acotada a largometrajes centrados en el registro de una actuación musical terminaría resultando breve y, seguramente, reiterativa. Por eso, se ha preferido abrir el espectro a obras de características y metrajes diversos, siempre que pusieran el foco en aquello que sucedía en el escenario. Esa es la razón, también, por la que se han excluido algunas obras fundamentales del documental musical, como Don’t Look Back (D.A. Pennebaker, 1966, sobre Bob Dylan) o Let’s Get Lost (Bruce Weber, 1988, a propósito de Chet Baker), extraordinarias pero centradas en otro tipo de retrato de los artistas. Y, huelga decirlo, esta lista debe escucharse con el volumen a tope.
‘Jazz on a Summer’s Day’ (Bert Stern, Aram Avakian, 1959)
Las películas-concierto se asocian mayormente a la cultura rock y a los artistas que surgieron en las décadas de los sesenta y setenta, pero su modelo se halla en un film que tiene como hilo conductor un lenguaje anterior, el jazz. El fotógrafo Bert Stern y el montador Aram Avakian retrataron todo lo que aconteció en el festival de jazz de Newport de 1958, por el que desfilaron Thelonius Monk, Anita O’Day, Dinah Washington y Mahalia Jackson, entre otros.
Los colores vibrantes y el sentido del groove que demuestra el montaje (en un momento en que el cine todavía estaba dando vueltas a cómo filmar la nueva música pop) dan a las imágenes la textura de un pedazo de historia viva, y señalan el camino a seguir por las películas que, diez años después, pretenderán capturar el espíritu de los primeros grandes festivales, como Monterey Pop (1968), de D.A. Pennebaker, o la gargantuesca Woodstock (1975) de Michael Wadleigh.
‘Gimme Shelter’ (Albert Maysles, David Maysles, Charlotte Zwerin, 1970)
Tras haber cosechado un éxito de crítica con su documental Salesman (1969), los hermanos Albert y David Maysles se interesaron por filmar a The Rolling Stones tras comprobar de primera mano cómo, cuando el grupo británico subía al escenario, “sucedían cosas”.
Lo que no podían imaginar es que la energía galvanizadora de la banda desembocaría en tragedia cuando se empeñaron en celebrar un macroconcierto gratuito al norte de California que debía ser su propio Woodstock, concretándose en un día de autos donde el mood de las 300.000 personas que se acercaron al circuito de carreras de Altamont fue modulando de la euforia al hastío, el desconcierto y el horror a medida que las actuaciones de los distintos grupos convocados se cortocircuitaban o se suspendían, con el ambiente tensado aún más por la presencia de distintas facciones de los Ángeles del Infierno, actuando como agentes de seguridad y matones de oficio.
La cámara de los Maysles capta con detalle el caos, y también la violencia: durante el concierto de los Stones, un motero apuñaló mortalmente al joven afroamericano Meredith Hunter, haciendo de Gimme Shelter un pilar en la crónica negra del crepúsculo de los sesenta y también el film Zapruder del rock, examinado atentamente por la mirada de Mick Jagger, sentado en la sala de montaje al final de la película, preguntándose con la mirada por qué las cosas salieron tan mal.
‘The Blank Generation’ (Amos Poe, Ivan Kral, 1976)
En muchas ocasiones, la historia del documental musical, y de las películas-concierto en concreto, es la de quienes tuvieron la fortuna o la intuición de estar en el momento y el sitio precisos. Este podría ser el caso de Amos Poe, cuya carrera en el cine underground despegó gracias en parte a haber circulado junto a Ivan Kral por los garitos de Nueva York de los setenta con una cámara de 16 mm., filmando a los artistas emergentes del rock y la no wave, como Patti Smith, Ramones, Talking Heads, Blondie o Television.
No tardó en darse cuenta de que tenía entre manos el documento de una escena en ebullición, pero había un problema… su cámara no registraba el sonido, por lo que tuvo que volver sobre sus pasos y colocar una grabadora en los conciertos de los grupos. La disociación audiovisual es lo que da a The Blank Generation su carisma ruinoso, creando un desajuste muy apropiado para una música que se sentía más cómoda allí donde no encajaba.
‘El último vals’ (Martin Scorsese, 1978)
Cuando The Band se subieron al escenario del Winterland Ballroom de San Francisco el Día de Acción de Gracias de 1976, sabían que aquella sería una noche para el recuerdo. Su concierto de despedida iba a estar trufado por las apariciones estelares de amigos como Bob Dylan, Joni Mitchell, Van Morrison o Neil Young.
Por ahí andaba también Martin Scorsese, en plena fase imperial (acababa de ganar la Palma de Oro en Cannes por Taxi Driver), dispuesto a filmar todo lo que sucediera en el evento. Pero su enfoque no guardaba mucha relación con el de Pennebaker o los hermanos Maysles. Nada de cámaras de 16 mm. ágiles y agitadas; la planificación no da puntada sin hilo, combinando imágenes del concierto en sí con otras tomas filmadas de forma independiente, con elaborados movimientos de cámara y focos colocados estratégicamente para captar los ángulos más favorecedores en todo el esplendor de los 35 mm.
De ahí emerge un paradigma alternativo de los film-concierto: si hasta ese momento la esencia de esta expresión cinematográfica se basaba en la intuición, en cazar en imágenes un instante que se convertiría en historia (ya fuera la última aparición de David Bowie como Ziggy Stardust, un evento como Woodstock, o un asesinato en un concierto de los Rolling Stones), en El último vals el aura de acontecimiento histórico estaba allí de antemano, y lo que vemos no es tanto a un grupo diciendo adiós como al rock poniéndose en escena.
‘The Cramps: Live at Napa State Mental Hospital (Joe Rees, 1981)
Si Johnny Cash forjó parte de su leyenda tocando en cárceles, ante un público que habitaba literalmente sus canciones fuera de la ley, tiene cierta lógica que The Cramps llevaran su rockabilly lunático a un hospital psiquiátrico. En este escenario, la cámara capta a Lux Interior, Poison Ivy y compañía en una única toma de veinte minutos. Los movimientos espasmódicos de la banda se mezclan con los amagos de baile descoordinado de los internos, y la frontera entre la complicidad y la pura exploitation se difumina en la textura monocroma de una transmisión en video analógico desde otro plano de la realidad.
‘Stop Making Sense’ (Jonathan Demme, 1984)
Probablemente, el ideal platónico del film-concierto, sobre todo desde que la restauración y el relanzamiento auspiciado por la productora du jour A24 lo ha colocado en el centro de este difuso canon cinematográfico. Pero su estatus es ajeno a modas: la película presenta un equilibrio perfecto entre las ambiciones de Talking Heads, una banda dueña de un sonido excitante y de una puesta en escena integral (iluminación, vestuario, escenografía), y la mirada de Jonathan Demme, un cineasta discretamente superdotado para filmar los gestos que componen la música (véase también su videoclip para The Perfect Kiss de New Order).
Sin florituras, el director canaliza tanto el carisma del grupo capitaneado por David Byrne como la electricidad que llega desde el público, incluso cuando este no aparece en plano. Un recital de sombra alargada, que nos lleva tanto al cameo del propio Byrne en Un lugar donde quedarse (2011) de Paolo Sorrentino como en un guiño inesperadamente emotivo en la reciente Dream Scenario (2023) de Kristoffer Borgli.
‘½ Mensch’ (Sogo Ishii, 1986)
El de Einstürzende Neubauten y Sogo Ishii (hoy conocido como Gakuryu Ishii) fue un matrimonio hecho no en el cielo, sino en los escombros. El conjunto de música industrial alemán y el cineasta ciberpunk nipón provenían de culturas y disciplinas muy distintas, pero hablaban un mismo lenguaje, experimental y extremo.
Por eso, cuando el grupo visitó Japón para presentar una de sus obras esenciales de los ochenta, ½ Mensch, Ishii no podía limitarse a filmarlos en el escenario. Su adaptación a imágenes del disco lleva a Blixa Bargeld y compañía a naves industriales, los pone en contacto con bailarines de butoh y les arroja una degradación casi gore.
Vanguardia, tradición y mucho combustible de pesadillas en el que quizá sea el film-concierto más bizarro de la historia, con permiso de Industrial Symphony Nº1 (1990), grabación del espectáculo donde David Lynch arrojó a Julee Cruise en su imaginario de carne descompuesta, metal y humo.
‘101’ (D.A. Pennebaker, Chris Hegedus, David Dawkins, 1989)
D.A. Pennebaker se hizo célebre filmando grandes festivales, y a artistas como Dylan o Bowie en sus momentos más icónicos. Pero retratar a Depeche Mode le planteaba un reto distinto, debido al lenguaje musical del grupo, cuyos sintetizadores llevaban a una puesta en escena muy distinta de la expansión rock. Eso, y la devoción absoluta que percibía por parte de su público llevó al cineasta a proponer un formato poco visto en el rockumental, que seguía tanto a la banda británica como a un grupo de fans que los seguían en bus durante una gira por Estados Unidos.
La pintoresca idea del reality avant-la-lettre da un carácter singular al film, pero sus pasajes más memorables residen en el abundante material de los conciertos, desembocando en la masiva actuación en el estadio Rose Bowl de Pasadena: canción a canción, las cámaras de Pennebaker y su equipo pasan de la incredulidad a la fascinación por ver cómo el pop tecnificado y las evoluciones en el escenario del frontman Dave Gahan dan lugar a un auténtico sonido para las masas, cambiando el paradigma de lo que hasta ese momento se entendía como música mainstream.
‘Feature Film’ (Douglas Gordon, 1999)
“No hay banda… pero la escuchamos”. Las palabras del maestro de ceremonias del lynchiano Club Silencio pueden aplicarse también a Feature Film, de Douglas Gordon, donde el videoartista británico enfoca exclusivamente el rostro y, sobre todo, las manos de James Conlon mientras dirige una orquesta que interpreta la partitura compuesta por Bernard Herrmann para Vértigo (1958).
Así, Gordon crea un doble fuera de campo: el de los músicos y el de la obra maestra de Hitchcock, cuyas imágenes son evocadas a través de unos gestos que tensan formas en el aire y de una música que, inevitablemente, pulsa los resortes de la memoria cinéfila.
‘Speaking for Trees’ (Mark Borthwick, 2004)
¿Podemos hablar de concierto cuando no hay nadie para escucharlo? Es una mañana soleada, y Chan Marshall está sola en el claro de un bosque. Sin micrófono pero con la guitarra eléctrica enchufada a un amplificador que queda fuera de campo, la artista conocida como Cat Power entona canciones propias y ajenas, con el sonido del viento y los pájaros como banda de acompañamiento.
La alta austeridad con que Marshall y el director Mark Borthwick conciben Speaking for Trees pone en crisis muchas de las nociones que asumimos en los rockumentales, alejándose del contacto con el público y acercándose a la performance, como un eslabón en una cadena de experimentación que tiene su tentativo kilómetro cero en la improvisación de The Velvet Underground y Nico que Andy Warhol capturó en A Symphony of Sound (1966).
‘Burn to Shine’ (Christoph Green, 2004-2007)
Además de alinearse con la noción de documental musical como arma política que tiene en Jem Cohen -Instrument (1999), Building a Broken Mousetrap (2006)- su mayor exponente, la serie Burn to Shine es un ejemplo paradigmático de los cambios de formato y filosofía en la música filmada.
En lugar de una obra única, lo que tenemos aquí son seis volúmenes realizados por Christoph Green y publicados en DVD entre 2004 y 2007 (con la excepción del cuarto episodio, a día de hoy inédito, y del último, que vio la luz de forma online en 2016). En cada uno de ellos, un músico distinto convocaba a otros artistas afines en una casa que iba a ser demolida aquel mismo día, para tocar un tema sin posibilidad de ensayos ni repeticiones.
El resultado son una serie de polaroids que inmortalizan lo efímero y lo que está a punto de desvanecerse, devorado por la especulación inmobiliaria. Y el elenco de participantes es casi un quien es quien del rock estadounidense independiente y concienciado: Shellac, The Evens, Bob Mould, Wilco, Tortoise, Sleater-Kinney, Eddie Vedder, The Gossip… Actualmente, todas las entregas están disponibles en la web del propio Green.
‘Noise’ (Olivier Assayas, 2006)
Cuando a Olivier Assayas le propusieron comisariar la programación de la edición 2005 del Art Rock Festival en St. Brieuc, el cineasta francés dudó entre elaborar una “lista a los Reyes Magos” para ver a sus ídolos de toda la vida o aprovechar la ocasión para reunir a artistas con los que tuviera una conexión personal y con los que hubiera colaborado de una manera u otra.
La balanza se decantó por lo segundo, y por los escenarios del festival desfilaron los distintos componentes de Sonic Youth con sus proyectos paralelos, Metric e incluso actrices con una doble vida musical, como Jeanne Balibar y Joanna Preiss. Assayas filmó las jornadas con un equipo de cámaras que incluía a Michael Almereyda, y el resultado, Noise, convierte en imágenes digitales de baja fidelidad las corrientes de energía musical que siempre han movido el cine del director de Irma Vep (1996).
‘Black and White Trypps #3’ (Ben Russell, 2007)
Ben Russell dedicó su serie de cortometrajes Black and White Trypps a aquellas situaciones que pueden inducir de manera natural a la psicodelia. Para el tercer volumen de esas alucinaciones se fijó en el dúo noise Lightning Bolt, reputados por astillar las fronteras convencionales del escenario y tocar a ras de suelo o con el público rodeándolos.
Es esa centralidad de la audiencia lo que da distinción al film: en sus once minutos, lo único que vemos del grupo es el mástil del bajo de Brian Gibson entrando ocasionalmente en el plano, que enfoca a un amasijo de rostros extáticos (y a veces ralentizados) en pleno ritual del headbanging, permitiéndonos fijarnos no en la ejecución de la música, sino en su efecto en los cuerpos. El corto puede verse en el canal de Vimeo de Russell, junto a otros de sus trabajos.
‘Amazing Grace’ (Alan Elliott, Sydney Pollack, 2018)
Resulta significativo que dos de las películas-concierto más celebradas de los últimos años, Summer of Soul y Amazing Grace, no nos hablen en presente, sino que sean cápsulas del tiempo que exhuman sonidos e imágenes que se creían perdidas. La primera, estrenada en 2021, es una labor de amor de Questlove (integrante del combo de hip-hop orgánico The Roots), que restaura y edita el metraje filmado durante el festival cultural de Harlem de 1969, por el que pasaron, entre otros, Stevie Wonder, Nina Simone o Sly and the Family Stone, que había acumulado polvo en los archivos durante más de medio siglo.
Por su parte, Amazing Grace ordena, sin ocultar sus accidentes y jirones, el material en bruto que Sydney Pollack filmó el 13 y 14 de enero de 1972, cuando Aretha Franklin ofreció sendos recitales de alma góspel en una iglesia de Los Ángeles. Debido a ciertas negligencias técnicas, el film no se pudo llevar a posproducción en su momento, y tuvo que esperar a que la tecnología permitiera salvar ese obstáculo para que Allan Elliot lo hilvanara, yendo a la caza de aquellos gestos que parecen escapar del control de Franklin.
Sea con un primer plano del rostro empapado en sudor de la cantante o con las convulsiones comunales del público, el film pone de manifiesto que el hecho de filmar a un músico en acción es siempre un intento de aprehender su gracia, sea esta divina o secular.
‘Homecoming’ (Beyoncé, Ed Burke, 2019)
La actuación de Beyoncé en el festival Coachella de 2018 fue un acontecimiento desde el mismo momento en que tuvo lugar y las redes se llenaron del hashtag #Beychella, acompañando cada post de un clip tembloroso. Aunque no estuviéramos allí, lo habíamos visto. O eso creímos hasta la aparición de Homecoming en Netflix: la superproducción efímera que la ex Destiny’s Child concibió exclusivamente para el festival californiano adquiría un nuevo brillo a través de una realización fibrosa, que realzaba cada gesto de esa autobiografía en canciones como si el espectáculo hubiera nacido expresamente para ser filmado…
Y quizá así era. Si algo demostró la película es la hiperconciencia y el control de las estrellas pop sobre las miradas y las cámaras que las enfocan, anunciando una nueva era en que los conciertos se diseñan para ser retransmitidos (como demuestra la creciente expectación y seguimiento del livestreaming de festivales como Glastonbury o el mismo Coachella) o para ser vividos como si de una story se tratara (al Motomami World Tour de Rosalía me remito).
Que la misma Beyoncé figure como codirectora del film, algo que se repite en todos sus productos audiovisuales recientes, parece un eco de la época en que Prince se enfocaba a sí mismo, ya fuera en ficciones o en films-concierto tan controlados como Sign o’ the Times (1987).
AM.MX/fm