De Octavio Raziel
Cada vez estoy más convencido de que Dios ha tenido como gran misión mover nuestra existencia a su antojo.
La humanidad, contemplada de forma unitaria –pienso- consiste en una cantidad de miles de millones de muñecos colgados de esa red de hilos invisibles que bailan al mismo son, sin salirse del pentagrama.
Los seres humanos somos marionetas manejadas desde algún lugar de donde nos ordenan: piensa, siente, desea, habla, abre los ojos o cierra la boca; muévete tal como el hilo jala tus extremidades.
Despertamos, abrimos nuestros ojos, comemos, hacemos el amor y dormimos otra vez. Nuestras actividades las atribuimos a disposiciones del destino, a misterios de los arcanos; pero no, son hilos los que nos mueven de manera inexorable, inapelable, irrenunciable, fatal e irrevocable.
Con regularidad, expreso que la vida es un rompecabezas y que sólo debemos dejar que las piezas se vayan acomodando solas; no forzarlas, pues no encajan y nos desvían del camino que tenemos asignado, de los movimientos a que nos obliga quien ha amarrado nuestra vida a hilos etéreos.
Todos los de esta aldea maltusiana somos marionetas que nos movemos con hilos de manera mecánica, de forma articulada. Todo lo que pienses, hagas, desees, en este momento alguien lo está pensando, haciendo o deseando en otro lugar, respondiendo a un impulso universal. Aparentemente cada uno de nosotros espera que la dura experiencia de la vida, maestra suprema de todas las disciplinas nos haga independientes; pero no, somos marionetas que desfilan de manera convulsa hacia la muerte, como los lemmings o los robots (palabra checa que significa esclavo) Bailan y bailan ciegamente camino al acantilado, bajo el látigo de clérigos fanáticos, de conductores mesiánicos del pueblo, de políticos que utilizan las mismas frases en cada campaña electoral. Hay un impulso universal que mueve los hilos de esas marionetas.
Aristóteles se refiere a esas figuras con admiración mientras que Horacio habla de este teatro griego como una representación vital. Los predicadores cristianos llevaban mensajes de las guerras, de las cruzadas y algunos pasajes de la vida de Jesús, a través de teatrillos. Era la televisión de esos tiempos –igual de manipuladora- para las mentes que nunca han sido adiestradas para pensar.
A finales del siglo XVI, un dentista francés se inventó un personaje, Guiñol, que entretenía a los niños cuando le iban a visitar. Ese títere ha sobrevivido hasta la fecha, a pesar de la electrónica.
Quién no recuerda a la Novicia Rebelde, con Julie Andrews (María) y Christopher Plummer (el capitán Georg Ritter von Trapp) presentando un teatrillo con una historia suiza que incluía pequeños borregos, pastor, pastora y un maloso.
Recuerdo a Pinocho, Topo Gigio, Narizonas, Alf y los aparecidos en el teatro negro de Praga. Los animatrónic y los de Plaza Sésamo con Gonzo, uno de mis preferidos.
Somos las nuevas marionetas, una multitud solitaria que los medios electrónicos, en manos de unos cuantos, nos llevan a la edad del post pensamiento, como diría Giovanni Sartori. La televisión, dijo, produce imágenes y anula los conceptos, y de este modo atrofia nuestra capacidad de abstracción y con ella toda nuestra capacidad de entender.
Dios, seguramente es el gran titiritero invisible que, desde su nube, mueve los hilos de marionetas que no dejan de bailar ciegamente: unas son pensantes que buscan en la oscuridad la felicidad; y otras, poetisas que se alimentan del detritus de los sueños nunca realizados.