Octavio Raziel
Como comienzan muchas historias, había una vez:
El Socorro Alpino de México (SAM) de hace sesenta años era, como todavía lo es, salvaguarda de las rutas que utilizaban los montañistas. Con muy pocos dispositivos: una vieja ambulancia a la que llamábamos Gurrumina, pesadas cuerdas de henequén, clavijas y bandolas de fierro, vestimenta poco apropiada y botas “matavívoras” que sólo usaban los rancheros. Era con lo que contábamos.
La institución altruista se sostenía con las cuotas de los propios rescatistas. 21 patrullas se rotaban los servicios en la zona del Izta-Popo. También acudíamos a ríos subterráneos, cavernas y paredes rocosas en las fechas en que había algún acontecimiento que ameritara nuestra presencia.
Para entrar a los ríos subterráneos, habilitábamos un bote alcoholero de hojalata con una pequeña perforación para la línea de luz. La tapa redonda debía cerrar herméticamente para que la ropa se mantuviera seca. El equipo servía también para la espeleología.
Cada fin de semana, casi sin faltar ninguno, ascendí a las montañas o me introduje a muchos ríos y cavernas del país.Me tocó todavía descender un par de ocasiones al cráter del Popocatépetl; dos pequeñas lagunas de agua sulfurosa y orificios –silbadoras- de los que salía el nauseabundo olor a azufre, eran el espectáculo.
En octubre, en la fiesta de las naciones, cientos y cientos de excursionistas ascendían al Popocatépetl. Cada club llevaba una bandera que le proporcionaba la embajada con la que habían convenido participar en la fiesta montañista. Yo debía acampar a poca distancia del cráter para auxiliar a chicos y chicas. Más de un novato, desvelado y con poco o nulo entrenamiento solicitaba auxilio médico. “Mal de montaña”, diagnosticaba yo y gritaba a mi compañero que estaba en la tienda de campaña anclada en la nieve:
-Ácido acetilsalicílico con doble capa entérica.
– ¿Con doble capa?
– ¡Claro! Además de un poco de té y nueces con miel.
Eso era suficiente para que el novato retomara el ascenso.
Casi todo estaba cubierto por el SAM. Sólo faltaba dar servicio a zonas a las que llegar a pie era lento o difícil. Así se creó un grupo especial de paracaidistas para socorro en montaña conformado por voluntarios de varias patrullas.
La patrulla especial agrupó a doce patrulleros. Originalmente serian trece, pero la superstición eliminó a uno de ellos, a mi amigo el “Pelón” Piña.
El entrenamiento fue en los campos de la Base Aérea Militar, en Santa Lucía, Estado de México. Los tiempos fueron cortos. Sólo un par de saltos previos desde un bimotor DC-3 de la II Guerra Mundial.
La ceremonia de graduación, recuerdo, se realizó en los llanos de La Marquesa, camino a Toluca. Todo era engancharse a la línea de la puerta de la aeronave, poner los brazos en el pecho y gritar ¡Gerónimo! Rogando que se abriera el paracaídas o que una corriente traidora no te arrastrara.
En esa ocasión, las alas de paracaidista fueron colocadas a los patrulleros del Socorro Alpino por el ícono de la Revolución Mexicana, el general Roberto Fierro, creador y promotor de la fuerza aérea y de la Escuela del Aire.
A sesenta años de esa aventura, ahora, cada vez que hay oportunidad, salto desde los 17,000 pies de altura sobre la ribera del lago de Tequesquitengo, en Morelos, repitiendo el numerito cuantas veces ha sido posible; aunque, claro, ahora con menos riesgos.