Luis Alberto García / Moscú
* Segunda versión de los días que estremecieron al mundo.
* Los cambios políticos son comparables a los vividos en 1917.
* La población se sentía relativamente satisfecha con el nombre de CEI.
* Más de siete décadas fueron parte de un paraíso prometido y anhelado
* Anomalías evidentes en un país que echó por la borda las leyes.
* No se pudo conservar la integración nacional ni evitar el colapso económico.
El 25 de diciembre de 1991, los ciudadanos de lo que fue la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), atónitos e incrédulos, fueron tomados por sorpresa con el cambio que ocurría y hasta por el nombre escogido para el país desde ese tiempo histórico, en que hasta la bandera nacional dejó de existir.
Esos días que estremecieron al mundo -como en su momento lo escribió John Reed, periodista estadounidense, cronista de la Revolución soviética- fueron comparados por algunos politólogos con los de 1917 debido a su trascendencia, cuando el zarismo pasó a mejor vida ante el triunfo del movimiento encabezado por Vladímir Ilich Uliánov, Lenin.
Antes se había hablado de una Unión de Estados Soberanos; pero manteniendo la palabra “Repúblicas”; sin embargo, desde enero de 1992, todos tendrían que acostumbrare a las nuevas siglas, CEI, únicamente tres letras.
No obstante las penurias y la depresión imperantes, dignos de las más tristes y grandiosas de las novelas rusas, se decía que la población se sentía relativamente satisfecha con esa invención semántica, expresión de un cambio político fundamental después de más de siete décadas de transformaciones socialistas que al final no dieron resultado.
Éstas habían sido parte del paraíso prometido y anhelado que llevarían el bienestar a las masas del campo y de las ciudades de la antigua URSS que, como en las novelas de Anton Chéjov, Fedor Dostoievski, Alexander Solzhenitsin o Boris Pasternak, mostraba sus grandezas y sus miserias.
“En ese marco de contrasentidos, tales acciones pueden ser presagio prematuro de un retroceso contra la democratización, que podrían cobrar fuerza si la desintegración política y el colapso económico continúan sin freno”, explicaba hace años Valery Fesenko, corresponsal de la agencia informativa “Tass”.
Para el periodista, eran anomalías evidentes en un país cuyos dirigentes echaron por la borda la Constitución, las leyes y el sistema político antes de acordar sus nuevos principios, presionado desde fuera, y condicionado hasta la asfixia por sus viejos enemigos que cambiaron la Guerra Fría por liquidaciones en caliente.
Víktor Ilyukin, ex director de la Procuraduría General Soviética, antiguo responsable de la seguridad del Estado, declaró: “Aunque lo llamados demócratas que encabeza Boris Yeltsin afirman estar colaborando en el desmantelamiento de un Estado totalitario, en realidad lo están fortaleciendo para su provecho”.
Así lo evidenciaba de lo que llamó “nihilismo legal”, y ese funcionario citó como ejemplo asuntos de suma gravedad que incluían en la escasez de alimentos y la vulnerabilidad de las etnias para convivir en las repúblicas recientemente independizadas, desde Estonia, Letonia y Lituania, hasta la violenta Checheno-Ingushetia, sin soslayar lo que acontecía en Armenia, declarada en virtual guerra civil a partir de los primeros meses de 1991.
Ilyukin y otros ex funcionarios de alto rango reclamaban que los seguidores de Mijaíl Gorbachov y Borís Yeltsin había llevado a la Unión Soviética al caos, y sus quejas eran eco de millones de ciudadanos que, al contrario de lo que mostraba la propaganda occidental, se volcaron a las calles de las grandes urbes por una razón que consideraban importante.
Conmemoraban el septuagésimo cuarto aniversario de la fundación del Estado soviético y protestas contra las reformas gubernamentales alentadas sobre todo por Gorbachov y continuadas por Yeltsin, asesorado por Anatoly Chubáis y Yegor Gaidar, sus economistas de cabecera, tecnócratas químicamente puros.
Los manifestantes se quejaban de que sus líderes no habían hecho nada por conservar la presencia del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), la integración nacional que tantos sacrificios y vidas humanas costó, y de que los niveles de subsistencia estuvieran cayendo con celeridad: la gente trataba de resolver sus propios problemas, incorporándose a las largas filas de hambrientos para obtener lo necesario para llenar sus estómagos vacíos.
Vladímir Paramonov, ex corresponsal de la agencia informativa “Novosti” en Nicaragua, dijo por su parte: “Cuando lleguemos a momentos de mayor gravedad, el pueblo, como en el pasado lejano, se levantará contra esos reformistas y el resto de políticos embusteros que no han sabido dar respuesta a una coyuntura trágica que nos afecta a todos”.
Los periodistas soviéticos de la vieja guardia coincidían en que la terminación del régimen de partido de Estado, el resquebrajamiento de la Unión Soviética, la ilegalidad y proscripción en contra del PCUS, el arresto de los oficiales y soldados que ayudaron a detener los movimientos separatistas y otros factores, eran evidencias graves de una situación fatigante.
“La paciencia de los pueblos se agota”, reclamaba Paramonov y otros colegas consultados para dar contenido a sus análisis políticos: “Toda reflexión desembocaba en una tragedia de la cual no hablan ni demócratas ni defensores del pasado mediato e inmediato”, añadía el corresponsal de un medio informativo importante.
Uno de los motivos de esa tragedia sería el hambre que iba a traer el afamado “General Invierno” -hizo notar Serguéi Zavorotny, corresponsal jefe de del periódico “Komsomolskaia Pravda” y ex directivo de la Asociación de Corresponsales Extranjeros en México (ACEM)-, factor histórico decisivo, vencedor de Napoleón Bonaparte en 1812, y de Adolfo Hitler en Stalingrado muchos años después.
“El hielo asoma en la punta del iceberg en ese témpano que ha sido la Unión Soviética, un país que se desmorona”, admitía Zavorotny en 1992, y añadía: “Viene el frío, la insatisfacción y la desesperación ante la presencia del hambre en las calles y en los campos de un territorio que siempre hemos defendido con verdadero amor patrio”.
La temporada invernal, inclemente, ya azotaba a soviéticos y rusos por igual, y se cernía sobre el país que había ocupado la sexta parte del mundo, sobre una superficie de 22 millones 402 mil 200 kilómetros cuadrados y una población de 285 millones 860 mil seres humanos, habitantes de once repúblicas autónomas dentro de la Federación Rusa, que sin remedio había desaparecido.