Luis Alberto García / Vladivostok, Rusia
*Crónicas y narraciones del periodista polaco desde Siberia.
*Las escribió en emotivo viaje, de Chitá a Moscú en 1959.
*Todo parecía petrificado por el frío, hasta los pinos y los abetos.
* “La misma estepa, la de ayer, anteayer, del año pasado, la de siglos atrás”.
*Sentía que podía caminar días y meses rodeado de Rusia.
*Lamenta no haber llegado a Pekín en el Transmanchuriano.
Viajero incansable por el mundo, conocedor de Rusia en casi toda su extensión desde la era soviética, el periodista nacido en Pinsk, Polonia, en 1932, Ryszard Kapuscinski, llamado el “enviado de Dios” por haber cubierto acontecimientos noticiosos de la mayor relevancia, escribió crónicas y narraciones imprescindibles, que incluyen Siberia y otros sitios casi inaccesibles para el ser humano.
En su libro El Imperio, publicado en español en 1993 (Editorial Anagrama, Barcelona), dedica un capítulo al Transiberiano, y cuenta haberlo usado a fines de la década de 1950 a partir Chitá, Ulán Udé e Irkutsk, a ambos lados del lago Baikal y a seis días de Moscú, recogiendo impresiones de una prosa estremecedora:
“He soñado con poder ver el lago, pero es noche cerrada, y hay una mancha negra en el marco escarchado de la ventanilla; ya en la mañana veo montañas y desfiladeros nevados, nieve y más nieve, pues estamos en enero, en pleno invierno siberiano”.
Afuera del tren todo parecía petrificado por el frío, hasta los pinos y los abetos: “Hay inmovilidad en el paisaje, como si el ferrocarril, igualmente inmóvil, estuviese parado, como si también el fuese parte de esta tierra”, escribió Riszard.
Narra haber visto un paisaje siberiano –en enero de 1959- que inmovilizaba, paralizaba y oprimía, y ese algo es la inmensidad, la inconmensurabilidad, “la infinitud oceánica de una tierra sin fin, y al pasar Kranoyarsk, en el cuarto día del viaje, vi la misma estepa: la de ayer, la de anteayer, la del año pasado, la de siglos atrás, los mismos bosques, espesuras y montañas de nieve esculpidas por el viento en las más extrañas formas”.
Luego pasó por Novosibirsk y Omsk –“día, noche y día”, escuchando solamente el traqueteo de las ruedas –“monótono, insistente, cada vez más insoportable”-; pero al sexto día, al enfilar hacia Cheliabinsk, vio espacios inmensos y monótonos, “con el tiempo diluido, sin significado”.
Hay que considerar que las noches invernales siberianas de enero son larguísimas, en las cuales las jornadas son medio oscuras, en que una penumbra plomiza que lo envuelve todo, “y sólo de cuando en cuando aparece el sol y el mundo se vuelve diáfano, azul celeste, en espera de una oscuridad profunda, de nuevo omnipresente”.
Kapuscinski escribió esas líneas sobre el Transsib, y en algunos de los viajes que realizó a la Unión Soviética entre 1939 y 1967, se preguntó si, desde ahí, él podría conocer algo de la realidad del país de los soviets, como las estaciones diminutas, los haces de luz solitaria cual espectros que se clavan en el tren, levantando la nieve para desaparecer en la curva más próxima.
“El transiberiano parece correr trayectos con muros de noche y paredes de nieve, vivirlos de un modo especial, caminando en silencio por los pasillos de los vagones hasta llegar a Kazán”, describió el periodista al aproximarse a la última ciudad importante por su religiosidad, antes de llegar a la capital.
El maestro de periodistas recuerda haberse aproximado más y más a la vieja Rusia, aunque aún le faltaba un buen trozo de mundo antes de llegar a Moscú, y también evocó sus años de estudiante, cuando leyó sobre la influencia de esas vastísimas extensiones sobre el alma rusa, cuestionándose acerca en qué pensaban los rusos en torno a los ríos Yeniséi o Amur.
Sentía que podría caminar durante días y meses enteros rodeado de Rusia, hasta que llegó a la gran ciudad que venera a San Basilio en una significativa catedral, acercándose a ella a través de bosquecillos verdes sobre un fondo nevado, luego más bosques, casas y edificios de piedra cada vez más altos.
“Entonces apareció el garrotero, se llevó del compartimento las frazadas y la taza en la que había bebido té caliente, me levanté, caminé por el pasillo que se llenó de gente y me bajé en Moscú”, concluyó Riszard Kapuscinski en su relato de veinte páginas, segundo capítulo de Czitelnik, nombre original en polaco de El imperio, una de sus obras magníficas sobre la historia del mundo.
Sin embargo, Kapuscinski no dejó de anotar que la línea principal, la primera del Transib en ser inaugurada en 1894, llega al Mar de Japón y a la costa rusa del Océano Pacífico, atravesando la mayor parte de la que fue el Asia zarista y soviética, que atravesó en otra de sus aventuras, pues ante de morir en 2007, recorrió con el tiempo otros ramales.
Así amplió todavía más sus conocimientos, de los que es posible abrevar en El Imperio, obra en la que, de manera adicional, describió la ruta del Transmanchuriano, que sigue el recorrido hasta Chitá, en la Siberia Oriental, de donde había salido hacia Moscú en 1959.
En alguna ocasión contó que lamentablemente de se quedó con el deseo de viajar por el Ferrocarril Transmanchuriano, cuya línea finaliza en Pekín, al igual que el Transmongoliano, siguiendo las antiguas rutas del té y de los caballos, desde China hasta Rusia.
Ese recorrido es el que, desde el Sur siberiano, conecta Ulan Udé, al sur de Siberia, urbe también recorrida por el colega polaco y cuarta ruta del Transiberiano inaugurada en 1991, meses antes de que la Unión Soviética se extinguiera.
El maestro Riszard tampoco pudo conocer el recorrido que lleva al Norte, bautizado Baikal-Amur, considerado el más riesgoso de todos, por separarse de la ruta principal del Transiberiano varios cientos de kilómetros al Oeste del lago Baikal.
Esta otra maravilla acuática hay que atravesarla por su extremo Norte y llegar a Jabárovsk, la zona de Rusia más cercana a China, a solamente 25 kilómetros del imperio del dragón, rival secular de Rusia en el Oriente Lejano.