lunes, junio 23, 2025

La piedra de Sísifo

El renacimiento de la paranoia autoritaria

Por José Luis Camacho.- En México se está a un paso de convertirse en la Sudáfrica del siglo pasado. Al amparo del poder de la IV Transformación de la República se ha estado construyendo una versión en el México del siglo XXI de la Ley Lares, decretada durante el mandato de una de las dictaduras de su Alteza Serenísima, el general Antonio López  de Santa Anna, uno de los instrumentos más feroces para controlar, castigar  y censurar la libertad de expresión y de prensa en el siglo XIX.

En México durante el sexenio  del expresidente López Obrador a pesar de que fue blanco de las más arteras campañas de odio mediático,  reiteraba y aseguraba  que en el país estaba “prohibido prohibir”, en referencia a la libertad de difusión de ideas en los medios de información, usando una de las frases bíblicas del movimiento estudiantil francés de 1968. Sin embargo,  ahora que la presidenta Sheinbaum manifiesta que en su gobierno no hay censura, ciertos hechos la contradicen y nos devuelven al siglo mexicano del XIX de la Ley Lares.

 

Tres o cuatro hechos ocurridos recientemente en México adquieren similitudes con las etapas de persecución de periodistas, escritores que se atrevían  a difundir ideas en el siglo XIX contrarias a gobiernos pero sobre todo críticas a personajes del poder público.

Entre esos hechos de franca censura se encuentran la sentencia de la jueza Guadalupe Martínez Taboada  al editor del diario Tribuna de Campeche,  Jorge González Valdez, al procesarlo  por delitos de incitación al odio y a la violencia, prohibirle ejercer el periodismo por dos años y ordenarle clausurar la edición digital del periódico, por una demanda de la gobernadora de Campeche Layla Sansores. En el mismo tenor está el gobernador de Puebla, Alejandro Armenta,  al promover el delito de ciberacoso en una  ley presuntamente para proteger menores de edad que puede dar lugar a confusiones, censuras y autocensuras en la difusión de noticias u opiniones en medios digitales o impresos.

En el mismo caso de censura se encuentra la sentencia del  Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación a una usuaria de la Red social X, María Estrella Murrieta, por opinar que el presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Gutiérrez Luna, influyó como un caso de nepotismo  para que su esposa obtuviera una candidatura a diputada federal. Ese Tribunal, como en los mejores tiempos de la Ley Lares, la condenó a pagar una multa y dar una disculpa pública a la esposa del diputado Gutiérrez Luna.

Un asunto similar al del presidente del Senado de la República, Gerardo Fernández Noroña, quien obligó a un ciudadano a disculparse en forma pública por expresar una crítica al gobierno de Morena. Lo peor es que estas personas de poder son representantes del actual gobierno de la IV Transformación de la República, no de los conservadores del siglo XIX de la Ley Lares.

La Ley Lares de 1853  era uno de las armas políticas mejor acabadas por la parte conservadora del siglo XIX en sus violentas disputas por el poder de la República. Establecía una serie de requisitos a los impresores so pena de  multas al no cumplirlos. Castigaba impresores, periodistas y hasta expendedores y voceadores por difundir mofas a los dogmas de los cultos, sátiras, ataques a los actos de las facultades de las autoridades serenísimas de la administración pública.

Para esta Ley los periódicos eran “subversivos, sediciosos, inmorales, injuriosos y calumniosos” si transgredían sus ordenamientos.

Sancionaba a ”los que insulten el decoro del gobierno, ya sea general o particular, atacando a personas que la ejerzan con dicterios, revelación de hechos de la vida privada o imputaciones ofensivas, aunque los escritos se disfracen con sátiras”, deduce la historiadora María del Carmen Reyna.

Calificaba de sediciosos, destaca Reyna, a “los impresos que publiquen o reproduzcan máximas, doctrinas o noticias falsas que tiendan a transformar el orden o a turbar la tranquilidad pública. Los que exciten a la desobediencia de leyes o autoridades”.

Condenaba por “inmorales los impresos contrarios a la decencia pública o a las buenas costumbres”, al igual de injuriosos o calumniosos los escritos que agravien a una persona, corporación ya sea que “les imputen algún hecho o algún defecto falso y ofensivo o sean sátiras, invectivas, alusiones, alegorías, caricaturas, anagramas o nombres supuestos”.

Igualmente la Ley  Lares decretaba la extinción de un periódico por el mismo Presidente de la República, por medida de seguridad general,   o a  cualquier cartel manuscrito, litografiado que se exhibiera en parajes públicos sin permiso de la autoridad.

En la Sudáfrica de la los sesenta del siglo XX  se redactó una   legislación más avanzada que la Ley Lares. Se aplicó, dice el escritor J.M. Coetzee, uno de los sistemas de censura “más exhaustivos del mundo”. Consistía en censurar a través de un sistema denominado “Control de Publicaciones” las ediciones de  libros, periódicos, revistas, películas, obras teatrales, hasta leyendas en camisetas, llaveros, muñecas, y letreros en las tiendas.

Cualquier cosa portadora de un mensaje que pudiera ser indeseable, describió Coetzee, tenía que someterse al escrutinio de la burocracia censora antes de hacerse públicos.

Este escritor sudafricano llegaba a comparar el sistema de censura en su país con el de la desaparecida Unión Soviética donde “setenta mil burócratas supervisaban las actividades de unos siete mil escritores”.

Coetzee destacaba que Sudáfrica vivía “inmerso en un estado de paranoia, la patología de los regímenes inseguros y, en particular de las dictaduras” y subrayaba que la paranoia se utiliza como técnica de control que se extiende desde arriba “para contaminar a la población”.

En 1975, otra Ley de Publicaciones en Sudáfrica más acabada declaraba indeseables a publicaciones que fueran “obscenas, ofensivas, perniciosas para la moral  públicas”; por ser “objeto de ridículo o desprecio  a cualquier sector”; “perjudicar la seguridad, el bienestar, la paz y  orden ” o “revelar parte de una causa judicial en la cual se citara material ofensivo”.

México es un país señalado como de altos riesgos para ejercer el periodismo crítico. Asesinatos, desapariciones, amenazas conforman un indeseable escenario para esta actividad profesional sustantiva  indispensable para la democracia, con diferentes matices y orientaciones sin soslayar que forma parte de las luchas por el poder político en el país. Todos los medios cuentan con santo y seña para ser identificados.

No es nuevo que el actual gobierno recurra a crear sus propios mensajeros para contrarrestar las críticas de otro tipo de periodismo en espacios como la mañanera del pueblo inauguradas por el gobierno de López Obrador. Los gobiernos del PRI y del PAN también contaron con sus propias élites de mensajeros desde sus presidencias y sus propias formas de control.

Pero hay otro tipo de periodismo en el país que se ha ido construyendo con dificultades, con otros rostros, un periodismo crítico con el fin de contribuir a nuevas formas de difundir noticias y recuperar géneros periodísticos olvidados, digamos más independientes de los poderes públicos, políticos y económicos, como el que decía el propio López Obrador, más lejos del poder y más cerca de la gente.

Sin embargo, algunos de esos hechos de censura en el país, uno de los peores rasgos de las paranoias del poder político, advierten de un endurecimiento más allá del “quién es quién en las mentiras”, de un peligro de renacimientos de persecuciones a las libertades de expresar y difundir ideas con formas peligrosas para las libertades de expresión y difusión de ideas, que se apoyen en los poderes judiciales. Acciones de censura más cercanas a las ideologías fascistas y de la ultraderecha, inadmisibles en un movimiento político que se jacta de ser de izquierda con todo y su carga de tránsfugas de otros partidos.

 


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