Luis Alberto García / Sitka, Alaska
*El novelista James A. Michener narró magistralmente ese episodio.
*Existía la leyenda de que únicamente había hielo y morsas, focas y esquimales.
*En cincuenta años, los estadounidenses obtuvieron grandes ganancias.
*Se calcula que fueron cien veces superiores al valor de la compra.
*El zar Alejandro II dejó perder tan ricas y codiciadas tierras.
*Alexander Baránov, el gran director de la Compañía Ruso-Americana.
Existe la creencia generalizada de que, en 1867, los estadounidenses robaron Alaska a Rusia, que la alquilaron y no la devolvieron a sus dueños; pero, contrariamente a esa opinión que ya es “mito popular”, para otros la transacción fue justa y ambas partes tenían razones de peso para llevarla a cabo.
Cierto o no, luego de una serie de tragedias y triunfos magníficamente reseñadas por el novelista James A. Michener en una novela histórica magistral que lleva el nombre de ese territorio de leyenda, en el siglo XIX la Alaska rusa -así conocida entonces- era un importante centro de comercio internacional.
En su capital, Novoarjánguelsk –que luego se llamaría Nuevo Arcángel y Sitka-, se vendía de todo: frutas y cocos de Hawai, pieles de zorro, de foca y de osos pardos de la isla Kodiak, telas chinas, té de la India e incluso el hielo que se utilizaba en algunas casas y restaurantes de Estados Unidos, aún antes de que se inventaran los frigoríficos.
En aquellos confines de la América septentrional se construían barcos y aserraderos que funcionaban sin cesar, se levantaron de la nada fábricas de papel y se extraía carbón, sin perderse de vista que, ya desde antes, se tenía conocimiento de los numerosos yacimientos de oro, por lo que vender un territorio con esas características parecía una locura.
Desde el siglo XVII, a los gobiernos zaristas y a los comerciantes rusos les atraía de Alaska el marfil de los colmillos de las morsas, sin importar que su precio fuese inferior al de los elefantes; pero, sobre todo, las pieles de nutria de mar que los aventureros blancos obtenían gracias al trueque con los aborígenes, engañados y luego sistemáticamente perseguidos.
Esa historia narra magistralmente Michener en “Alaska” (Emecé Editores, Barcelona, 1988) la extraordinaria novela en la que cuenta que las actividades estaban concentradas en manos de la Compañía Ruso-Americana, RAK por sus siglas en ruso:
“La dirigían personas valientes, empresarios rusos de los siglos XVII y XVIII y viajeros atrevidos”, consignó el escritor al referirse a los hombres que llegaron a ese territorio de clima insoportablemente riguroso, habitado por seres humanos miles de años atrás, cuando el estrecho que descubrió el danés Vitus Bering ni siquiera existía y llegaron a pie hasta él desde Siberia.
Editor, catedrático y oficial de la Marina estadounidense en la guerra del Pacífico, el primer libro que escribió Michener, galardonado con el Premio Pulitzer por los reportajes periodísticos posteriores al ataque japonés a Pearl Harbor, en diciembre de 1941.
“Todos los yacimientos de Alaska –narró el novelista, ganador de la Medalla de la Libertad- pertenecían a esa compañía, que podía alcanzar de manera independiente contratos comerciales con otros países, contaba con bandera y unidad monetaria propia, conocida como marco de cuero”.
Además, los privilegios se los concedió el gobierno de Rusia a la compañía, que no solamente cobraba altísimos impuestos, sino que, entre los accionistas de la RAK, también figuraban los zares Nicolás I, Alejandro II y muchísimos integrantes de su parasitaria y vasta familia imperial, abundante en príncipes y princesas, condes y condesas, duques y duquesas.
El gobernador y principal administrador de esos asentamientos rusos fue un comerciante de gran talento, Alexander Baránov, constructor de escuelas y fábricas, colonizador generoso quien, pacientemente, enseñó a los aborígenes a plantar abedules, pinos, nabos y papas, y a no dejarse engañar por los ladrones de siempre.
Edificó una fortaleza, un astillero y extendió la práctica de la caza de las preciadas nutrias marinas, haciéndose llamar el “Francisco Pizarro ruso”, en recuerdo del conquistador español que sometió al imperio inca en el siglo XVI, encariñándose con Alaska no por razones económicas, sino amorosas: su mujer era la hermosa hija de un jefe tribal aleutiano.
Con una apariencia física recia, bien parecido y una amplia frente que siempre denotaba inteligencia e iniciativa, con Baránov al frente y con poderes amplios otorgados por la autocracia zarista, la Compañía Ruso-Americana gozaba de ingresos cuantiosos, con un promedio increíble de más del 1000 % de ganancias anuales.
Cuando hubo de descansar y apartarse de las empresas y los negocios en 1804, su puesto fue ocupado por Vladímir Ermelov, soberbio y tiránico comandante de la Marina enviado de San Petersburgo, capital de Rusia desde 1682, luego de ser construida y fundada sobre unos pantanos a orillas del río Nevá.
A bordo del buque insignia “Moscovia” y en nombre del imperio, Ermelov trajo nuevos empleados, funcionarios y accionistas procedentes en su mayoría de círculos militares, minando y acabando poco a poco con la obra de Baránov, el gran administrador de la RAK.
Desde entonces, según un decreto oficial, la compañía sólo podían dirigirla oficiales de la Marina, los sloviks, quienes tomaron el poder y la dirección de esa empresa que había generado grandes ganancias, cuyas posteriores e inescrupulosas actividades que, con el tiempo, la llevaron a la quiebra, luego de que tan satisfactoriamente la dirigió Baránov.
Esos gerentes militares y propietarios sin decencia se asignaron salarios astronómicos: oficiales subalternos percibían millones de rublos al año, sueldos comparables a los de ministros y senadores, incluido el director de la compañía, con otra desventaja: los precios de las pieles compradas por la población local se redujeron a la mitad, iniciándose así el lento fin de una prodigiosa historia.