*Advierte, amonesta, sanciona, amenaza, denuncia, pero no castiga, porque es un poder cuya única munificencia posible es el perdón
Gregorio Ortega Molina
Vivimos ya tiempos difíciles. No por la “nueva” realidad política, sino por lo que quieren que creamos que será nuestro futuro. Nada que ver con adquirir joyas o coches, sí con la posibilidad de poner la cabeza sobre la almohada y dormir en paz, ante la certeza de que tenemos un gobierno que honra el mandato constitucional recibido.
Sólo hay que escuchar el lenguaje elegido por el poder para dirigirse a los gobernados. Unas palabras sustituyen a otras y, por ensalmo, los enemigos de ayer son sustituidos por los de hoy: los narcotraficantes dejaron su lugar a los huachicoleros, pero la sociedad continúa poniendo los muertos.
Es la narrativa, la inducción por la palabra. Dejó anotado Emilio Renzi: “Entonces comprendí lo que ya sabía: lo que podemos imaginar siempre existe, en otra escala, en otro tiempo, nítido y lejano, igual que en un sueño”. Después entran en juego la confianza en quien manda, o la fe en la divinidad.
Imposible que haya lugar a interpretaciones equívocas, el mensaje es claro y directo. En la celebración del rito católico siempre llega puntual el momento de la verdad, cuando el oficiante afirma: “Palabra de Dios”; es decir, hay que creer.
En política ocurre lo mismo. El dinero y el Estado de bienestar van a llegar. ¿En qué momento? ¿Quién lo sabe? La oferta desde el poder, la palabra de quien lo ejerce, está más allá del compromiso. Se va a cumplir porque él lo dice.
Es el proceso de estructuración de una narrativa política, del oficio de mandar, que equivale a una óptica precisa de la comprensión del mundo. En este ámbito nadie mejor para su descripción que Cesare Pavese: “He ignorado la palabra pensada. Mis palabras fueron sólo sensaciones. Mis retratos fueron cuadros, no dramas. Me he obsesionado con figuras y las he rumiado y contemplado tanto, que las reproduje en una transfiguración satisfecha. He simplificado el mundo a una trivial galería de gestos de fuerza o de placer. En estas páginas está el espectáculo de la vida, no la vida. Hay que recomenzarlo todo”.
Equivale a la apuesta por la purificación de una sociedad ciega y sorda, negada para escucharse a ella misma, para ver sus propios errores, porque lo que realmente desea es que no cese la presencia del Estado munificente, siempre dispuesto a quitarle un peso de encima.
La palabra que advierte, amonesta, sanciona, amenaza, denuncia, pero que no castiga, porque es un poder cuya única munificencia posible es el perdón.
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