Gregorio Ortega Molina/
Las muertes violentas en una ciudad como el Distrito Federal son pan de cada día, pero no necesariamente los fallecidos caen por crímenes. Los accidentes, domésticos o de tránsito, o porque no se atendió a los enfermos y se quedaron en la calle, o no llegaron a tiempo al hospital, son consecuencias naturales del atropellado urbanismo con el que se construyó la ciudad.
Morir por una discusión en un barrio bravo, o ser asesinado en una oficina del sector salud por no atender a las razones de los indigentes o los solicitantes de los servicios, está al margen de lo normal, como sucede con los crímenes violentos que por narcotráfico o narcomenudeo hoy alimentan las estadísticas.
Durante los primeros seis años de la guerra presidencial contra el narcotráfico, los números de la violencia parecieron omitir a la capital del país, quizá porque Marcelo Ebrard y Miguel Ángel Mancera comprendieron que el combate a la delincuencia organizada no es de tierra arrasada, porque el delito anida en el alma del ser humano desde que sintió el impulso de satisfacer ciertas necesidades, o desde que la suerte le volteó la espalda y sustituyó el trabajo con el robo.
No existen ciudades libres del crimen y la violencia. Hay contención, el delito puede administrarse, de ninguna manera erradicarse, pues para lograr su desaparición lo primero que debe ocurrir es destruir la corrupción, y lograrlo es como soñar con ser testigo de un auténtico milagro.
El gobierno del Distrito Federal debió aceptar, con cierta dosis de humildad, la ayuda federal en el combate a la delincuencia organizada, porque el Escudo Centro mostró su inutilidad, y porque el jefe de Gobierno de esta ciudad olvidó lo que él mismo puso en práctica o le instruyeron poner en funcionamiento: contener a los delincuentes, administrarlos, de ninguna manera arrasarlos.
Lo explica claramente Juan José Saer: “… todo esto no es un problema de personas, sino de tendencias globales de la sociedad. Podríamos encontrar mil ejemplos que refuten las afirmaciones que anteceden, pero habría que preguntarse si tantos esfuerzos aislados y sinceros por crear una nueva antropología, capaz de realizar la síntesis de las contradicciones presentes de la especie humana, tienen alguna posibilidad de modificar esas tendencias generales. Todo parecería indicar lo opuesto: el fascismo ordinario se percibe ya en el discurso de ciertos dirigentes… pues sólo un gánster podría aplicar al pie de la letra ese guiso recalentado que presentan como liberalismo (globalización)”.
¿Es más, o es menos, de lo que nuestros ciudadanos merecen?
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AMN.MX/gom