*“De cien, noventa y nueve veces el orador político no tiene nada que decir. Sobre el tema que se trata no tiene más luces que no importa quién; pero necesita, a toda costa, decir cualquier cosa. Dice entonces no importa qué, de preferencia lo menos razonable, porque es menos difícil y causa mayor efecto”; de ahí que resulte entendible que sean los custodios de la economía, del poder económico, los que impongan su versión de la realidad, porque ellos determinan cómo y por qué ha de hacerse así el gasto, y no de otra manera
Gregorio Ortega Molina
Los simples mortales desconocemos cuáles son las consideraciones que se hacen en los gobiernos, para tomar las decisiones que afectan y determinan el presente y el futuro inmediato de las sociedades que gobiernan.
Supuestamente quienes dicen mandar y asumen constitucional y legalmente la cabeza de las naciones que buscaron gobernar, proceden conforme a sus mandatos y a lo determinado por los proyectos de sus electores y congresos y tribunales, pero lo real, lo que definitivamente incide en lo que vamos a cenar hoy, en la educación de los hijos, en la salud, el empleo, la seguridad, es determinado por consideraciones que ni soñamos como verdaderas o posibles, porque están más allá de la imaginación, del conocimiento que tenemos de lo que realmente hacen con nuestros impuestos.
¿Quién y cómo se decide lo que será propagado como verdad irrefutable, más allá del dogma constitucional, inalcanzables para la lógica y la razón, porque los que dicen mandar, tan solo obedecen? Lo social, lo humano, incluso lo espiritual, son menores al poder económico de lo que determina la verdad. La simonía como piedra de toque del poder de los administradores del perdón.
Retomemos El reloj de arena, donde Mauricio Maeterlinck nos recuerda: “La palabra es la gran enfermedad del hombre… Los hombres no dicen la verdad sino a los muertos, porque creen que éstos la saben ya, porque están convencidos de que éstos ven todo y es inútil mentirles; de lo contrario los engañarían tan naturalmente como engañan a los vivientes”.
La administración pública, del dinero ajeno en los bancos, del honor en los confesionarios, es sólo la manera de convencernos de que nos dicen la verdad, cuando la especialidad es la mentira.
Otra vez Maeterlinck: “De cien, noventa y nueve veces el orador político no tiene nada que decir. Sobre el tema que se trata no tiene más luces que no importa quién; pero necesita, a toda costa, decir cualquier cosa. Dice entonces no importa qué, de preferencia lo menos razonable, porque es menos difícil y causa mayor efecto”.
De ahí que resulte entendible que sean los custodios de la economía, del poder económico, los que impongan su versión de la realidad, porque ellos determinan cómo y por qué ha de hacerse así el gasto, y no de otra manera.
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