jueves, marzo 28, 2024

JUEGO DE OJOS: Una vida en el karroo

Miguel Ángel Sánchez de Armas
Olivia Emilia Albertina Schreiner nació el 24 de marzo del Año del Señor 1855 en una pequeña estación agrícola de Wittenberg -hoy Lesoto- y fue la novena de los doce hijos de Gottlob y Rebeca, una pareja de predicadores calvinistas que escuchó el llamado divino y viajó de Inglaterra a Sudáfrica para evangelizar a los paganos. Tristemente, el matrimonio tuvo más éxito en echar hijos al mundo que en convertir a los idólatras en el vasto territorio del Cabo.
Gottlob quiso combinar el púlpito con el comercio y la alta clerecía imperial lo puso de patitas en la calle. Debió ser un personaje singular. Me lo imagino chaparro, terco, grueso y fuerte; un rubicundo teutón lleno de complejos y enojado con el mundo que lo arrumbó en el confín de la tierra entre salvajes ignorantes. Un paterfamilias que imponía con mano de hierro el temor a Dios en su casa y en la vida fue de fracaso en fracaso hasta su muerte en la bancarrota en 1876.
Fueron años difíciles para los Schreiner. A los 12 años Olivia fue enviada con sus hermanos mayores para hacerse cargo de las labores de casa. Después se empleó como institutriz y en 1881 había ahorrado lo suficiente para viajar a Inglaterra con la ilusión de estudiar en la Escuela de Medicina para Mujeres de Elizabeth Garrett Anderson y Sophia Jex-Blake, proyecto frustrado por su mala salud y problemas emocionales. Pero sí consiguió que un editor leyera un manuscrito con el que había viajado desde su pueblo, con el relato amoroso y amargo de un territorio en donde la luna chorrea su luz y el karroo se extiende en su inmensidad salitrosa hasta donde la vista alcanza.
Historia de una hacienda africana apareció bajo el sello de Chapman & Hall en 1883 con el seudónimo “Ralph lron” y fue aclamada como una de las grandes obras de la literatura universal. Se le considera la primera novela moderna sudafricana. Hoy, 137 años después, la historia de sus protagonistas, Em y Lyndall, en un rancho en donde nada hay más importante que la Biblia, puede conmover hasta las lágrimas por la fuerza vigente de las emociones y la tragedia de los personajes.
Es el año de 1860. Las primas Em y Lyndall viven y trabajan en un humilde rancho en la desértica llanura sudafricana llamada karroo. Em es adiposa, dulce y pasiva, un perfecto ejemplar destinado al matrimonio. Lyndall es inteligente, inquieta, bella… y condenada a la infelicidad. Su apacible vida se altera con la aparición de un bombástico irlandés, Bonaparte Blenkins, quien asegura tener parentesco con Wellington y con la reina Victoria y se apodera de la voluntad de la lerda y gorda madrastra de las muchachas. Así, conforme transcurre la vida de las dos mujeres hacia un trágico desenlace, el lector es llevado por los meandros de la condición humana no sólo de aquella retrasada colonia, sino del género mismo.
Olivia Schreiner fue catapultada a la fama literaria de inmediato. De vivir en cuartuchos baratos de los barrios pobres de Londres, se le abrieron las puertas de los salones literarios y los círculos intelectuales de vanguardia. Pronto descubrió su segunda vocación, la de activista en favor de los derechos de las mujeres, y se integró a movimientos que en aquella época victoriana, de acuerdo a sus críticos, “no gozaban de la mejor reputación”.
Hoy se le considera una de las madres fundadoras del feminismo. Luchó por el sufragio universal, la educación, la liberación sexual y la igualdad de salarios y publicó un clásico del género, Las mujeres y el trabajo, en el que denuncia el “parasitismo sexual” del hombre sobre la mujer. También fue una activa pacifista durante la primera guerra mundial.
Un estudio fotográfico hecho durante la primera de sus dos estancias en Londres nos muestra a una mujer gruesa, de facciones agradables y aura inteligente, en cuyo semblante nada hay que permita adivinar el alma atormentada y la vida sumida en la tristeza y la depresión.
La existencia de Olivia Schreiner fue una de soledad y frustraciones amorosas y sexuales. Dan Jacobson, quien prologó en 1971 la edición de Penguin Classics de Historia de una granja africana, se pregunta si la vida de la escritora en pueblos sudafricanos como Kimberley, Cradock o De Aar habría sido más solitaria que en las casas de huéspedes londinenses que fueron durante tanto tiempo su hogar, “si la convivencia con rancheros bóer y con sudafricanos ignorantes pudo haber sido más dañina a su talento que, digamos, la que tuvo con la Sociedad de la Nueva Vida en Londres (cuya meta era ‘cultivar en todos y cada uno un carácter perfecto’).”
Sigue: “Havelock Ellis […] autor de estudios sobre la sicología de un acto sexual del que él era incapaz; Edward Carpenter, el delicado homosexual redactor de panfletos sobre los derechos de la mujer y del ‘sexo intermedio’; Leonora, la brillante y trágica hija de Karl Marx quien fue llevada al suicidio por su amante Edward Aveling -conspicuo socialista, revolucionario, estafador y mujeriego-, esta era la clase de personas entre quienes [Olivia] encontró a sus mejores amigos.
“Ciertamente es más fácil ser irónico que justo respecto a esos victorianos seculares, progresistas, feministas, traductores de Ibsen e incansables fundadores de organizaciones y sociedades de debate. Que con tanta frecuencia fracasaran en vivir de acuerdo a sus ideales sería en sí algo que difícilmente se les podría echar en cara. ¿De cuántos de nosotros no se podría decir lo mismo?”
Olivia tenía 26 años cuando llegó a Inglaterra. Además del manuscrito de Historia de una granja africana llevaba en el equipaje otras dos novelas, que habrían de ser póstumas. Su vida entró en un remolino emocional agravado por el represivo ambiente victoriano de la época. Era una mujer fuerte, pues defendió con éxito la trama de su novela (los editores querían que Lyndall, quien muere en el parto, se casara con el padre de la criatura, “para no ofender el pudor de los lectores”) aunque debió utilizar un seudónimo masculino, “Ralph lron”: habían pasado sólo siete años de la muerte de la baronesa Dudevant, Amandina Aurora Lucía Dupin, quien firmara sus libros como “George Sand”.
Creo, por lo que he leído de ella, que nació en el siglo equivocado. La imagino una mujer fogosa, apasionada, poco convencional, que sufría atrapada en los corsés reales e ideológicos que aquella sociedad imponía a sus mujeres. Siempre en busca del amor y la felicidad, tuvo una serie de affaires que fueron el escándalo de las buenas conciencias. Entre ellos uno, al parecer nunca consumado, con Havelock Ellis. De aquella época sobreviven numerosas cartas. El 28 de julio de 1884 le escribió a Ellis una nota conmovedora que ofrezco en traducción libre mía:
Iba a romper el papelito que te mando [destruido] pero no lo haré porque tal vez te gustaría leerlo. No puedo explicar qué quiero decir con este miedo, ni siquiera a mí misma; tal vez tú puedas hacerlo por mí. Tengo mucho miedo de quererte demasiado. Me da una sensación amarga si siento que tal vez lo haga. Creo que eso es. Me siento como alguien que empuja una pequeña bola de nieve por la ladera de una montaña y sabe que en cualquier momento se le saldrá de control y crecerá más y más y se irá… no se sabe a donde. Sin embargo cuando recibo una carta, incluso como tu indiferente nota de esta mañana, pienso: “Pero eres tú mismo”. En tanto eres mi misma persona, te amo y estoy cerca de ti; en tanto eres un hombre, te temo y me aparto de ti.
En 1899 Olivia volvió a Sudáfrica y se casó con Samuel Cronwrigh, un ranchero y activista político que también era otra personalidad fascinante: añadió el apellido de Olivia al suyo para quedar Cronwright-Schreiner. ¡Y si eso no fue una muestra de amor, no sé cómo podría calificarse! Fue madre de una niña que murió a las pocas horas de nacida. Su infelicidad se acentuó y regresó a Inglaterra sola. A principios de 1920 Samuel fue por ella para llevarla de regreso a su país. Dicen las crónicas que no la reconoció, tan enferma y consumida estaba, al llegar al miserable cuartucho en donde vivía.
Olivia Emilia Albertina Schreiner murió el 10 de diciembre de ese mismo año y fue enterrada junto con los restos de su hija y de su perro favorito en Buffels Kop, en la desértica planicie karroo.

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