Miguel Ángel Sánchez de Armas
Alan Bennett es autor de muchas y celebradas obras teatrales que lo han convertido en uno de los autores británicos más queridos. A sus 91 años y con un listado de producciones más largo que la Cuaresma, sigue tan activo como cuando era un adolescente malicioso y desatado. En español conocemos algo de su producción, con títulos tan disparatados como Una patata frita en el azúcar o Una cama entre lentejas.
Su trayectoria fue definida por Burton Kendle de la siguiente manera: “Las obras de Alan Bennett dramatizan el deseo humano de encontrarse a sí mismo y a su mundo a través de un lenguaje juguetón e inadecuado”.
Estos párrafos, que evocan mi paso por la escuela de letras, me dan pie para compartir con el lector un bocado de cardenal (literario) muy a modo para la temporada de vacaciones: Una lectora nada común.
En esta novela corta -o cuento largo- que tiene como centro la lectura y el acto de leer y no una perorata como las que muchos bienintencionados asestan a los no lectores, Bennett crea una situación ingeniosa y divertida: pone a la mismísima reina Isabel, cerca de los ochenta años, a descubrir el placer de la lectura. Y da vida a un asistente, Sir Kevin, como burócrata guardián de la ignorancia y por lo tanto de la tranquilidad, pues este flemático hijo de la Pérfida Albión se echa a cuestas la tarea de intentar alejar a su soberana de los libros.
El texto de Bennett es una historia sin muchos recovecos, lineal, de escritura sencilla, que se lee fácilmente y de una sentada –que me recordó Los puentes de Madison-, pero es la mar de ingenioso y debe ser aún más divertido para el público inglés, familiarizado con los usos y costumbres de la realeza y sin duda aún de luto por Chabelita.
Casi por accidente, como ocurren muchas cosas importantes en la vida, SGM la Reina Isabel comienza a leer y su interés va en ascenso hasta convertirse en una obsesión. El autor parte de la premisa de que Su Majestad, con la gran cantidad de compromisos políticos y sociales que debe atender, ha estado toda su vida ajena a la lectura por placer (sí, el mismo reprobable vicio que tan virilmente ha denunciado nuestro plebeyo Marx Arriaga).
Desde el principio de la obra Bennett nos muestra algo que no es ficción: las personas que leen son extrañas, la gente desconfía de ellas, parece como que el influjo de los libros las lleva a actuar diferente o bien que se crean un mundo distinto y que se vuelven poco confiables. ¡Ah, mas para esto está allí el fiel Sir Kevin, para alejarla de esta mala costumbre!
Bennett caricaturiza a la clase política como no lectora. En una recepción oficial, un imaginario presidente francés se alarma cuando la reina lo interroga sobre Jean Genet, de cuya existencia el franchute no tiene la menor idea, y con la mirada busca desesperadamente a su ministra de cultura para que lo saque del aprieto.
Aparece tan inusual que una cabeza de Estado sea lectora empedernida, que si lo hace en público debe ser con una lectura políticamente correcta, para no enviar un mensaje equivocado. Los propagandistas del reino sugieren publicar un comunicado de prensa para informar que la Reina “gusta de leer a los clásicos”, para justificar la elección. Las figuras públicas parecen no tener derecho a leer por placer, pues como dice Sir Kevin, “tendríamos que asociar sus lecturas con una finalidad más amplia: la alfabetización del país entero por ejemplo, o mejorar el nivel de lo que leen los jóvenes”. De otro modo, una Reina que lee se percibe como “no disponible”, como “egoísta”.
Todo, lo que se lee y lo que no, se somete a un juicio político. Cuando la Reina intenta modificar su imagen en televisión y propone aparecer con un libro en la mano, de inmediato se le cuestiona sobre el tomo a seleccionar. Ella escoge un poema de Thomas Hardy titulado La convergencia de dos que habla del encuentro del Titanic y el iceberg. Mas el Primer Ministro, nada divertido, advierte que es un mensaje que no puede suscribir el gobierno, pues al público no se le puede permitir pensar que es imposible controlar al mundo. “Es un camino que conduce al caos, o a perder las elecciones, que es lo mismo”.
Este tipo de pasajes puede mover a risa por la exageración, pero el escritor, que se ha movido como marquesa entre los medios, sabe que son interpretaciones que hoy en día están a cargo de “asesores políticos”: algunas son descabelladas y otras no, ya que vivimos en un mundo de percepciones donde no importa mucho lo que ocurre sino lo que se piensa que ocurre.
Sacarse de la manga el título “La Biblia” cuando le preguntan a alguien sobre sus lecturas, especialmente cuando éstas no existen, es un recurso común (remember al playboy Peña Nieto) y Bennett lo retrata de manera divertida. Es la respuesta que da un súbdito cuando la Reina le pregunta qué está leyendo. Se trata de una salida fácil porque en la Pérfida Albión casi todo mundo tiene un ejemplar en casa, la trama no es un secreto para nadie y es difícil someter a prueba al supuesto lector.
Una imagen afortunada que consigue Bennett sobre el acto de leer es cuando la Reina cae en la cuenta de que a los libros no les importa quién los lee: lo mismo puede hacerlo una reina que la persona más plebeya del Imperio. “La lectura es una mancomunidad, las letras una República”, piensa el personaje-Reina cuando descubre el significado de la expresión República de las letras: los libros no se someten. “Todos los lectores son iguales y eso los remota al comienzo de sus vidas”.
Bennett llama la atención sobre algo que casi todos hemos experimentado: lo insulso de los discursos políticos. Excepto algunos que ha recogido la historia, e independientemente del partido o del puesto, casi todos suenan igual, porque la naturaleza misma de sus fines hace que sean textos directos, referenciales, escritos sin imaginación y creatividad, como fue tan lúcidamente analizado por George Orwell en La política y el idioma inglés.
En la narración de Bennett, la Reina, embarcada en el proceso de apreciar la lectura, “tuvo conciencia de lo tediosas que eran aquellas bobadas que debía pronunciar […] «mi gobierno hará esto… mi gobierno hará lo otro»: estaban tan zafiamente redactadas y tan desprovistas de estilo o de interés que pensó que el acto mismo de leer aquel texto era degradante”.
Para quienes ya tienen el reprobable vicio solitario de la lectura, asomarse a los hábitos recreados en la narración de Bennett es ingenioso y atractivo. Primero, por que, como postulaba Edmundo Valadés, leer es ya no volver a estar solo, es disfrutar de esa soledad que sólo aprecian quienes han aprendido a tener como buen compañero a un libro; segundo, por que leer es algo que podemos hacer sin ninguna finalidad concreta, sin justificación ni meta, sólo por el disfrute de recorrer la vista sobre las letras y nadar en el placer de conocer otras vidas y otras realidades; experimentar la emoción de elegir un libro y dejar que los libros nos sorprendan; leer varios libros a la vez, pues quienes se han dejado atrapar por la lectura saben que “confundir un libro con otro” sólo es un pretexto de quienes no leen.
A medida que la reina va leyendo surge otra necesidad, la de escribir sus propias impresiones acerca de lo que lee. Una noche descubre que “no pones la vida en los libros, la encuentras en ellos”. Esto lo refiere de una forma parecida Jean Paul Sartre en Las palabras, libro en el que describe cómo llegó a la lectura, en forma muy temprana por cierto, pues aprendió a leer a los cuatro años y la enorme biblioteca del abuelo lo condujo al mundo de los libros.
En las críticas o reseñas sobre el libro de Bennett se destaca el gusto por la lectura combinado con el reconocimiento al ingenio de retomar a un personaje de la vida real -¡y qué personaje!- e imaginar cómo sería su Camino de Damasco hacia el hábito de leer, lo cual es una interpretación que da para mucho. Pero en mi lectura encuentro también relevante la agudeza con la que observa las costumbres de los personajes políticos: el acartonamiento de Sir Kevin, la necesidad compulsiva de dar una imagen, la ignorancia de muchos personajes de la vida pública y la gran necesidad de la población de que esos rituales se cumplan puntualmente.
El final del relato es sensacional. Sin intención de un spoiler, sólo apunto que la Reina rescata su vida de lectora y queda la insinuación de que, al igual que uno de sus ilustres antecesores que prefirió el amor y cedió el trono, ella también podría abdicar para seguir un camino elegido.
Ésta es otra de las ventajas de la literatura: no es una ecuación matemática y las lecturas pueden ser muchas, tantas como lectores haya. Dejo hasta aquí mis impresiones sobre Una lectora nada común, para evitar el riesgo de que resulte un texto más abultado que el propio libro que comento. Para terminar, aquí otro bocado de Cardenal: unas líneas de Convergencia de dos de Thomas Hardy:
I – En la soledad del mar, / al fondo de la vanidad humana, / del Orgullo de Vida que la concibiera, yace tranquilamente. / II – Aposentos de acero, extintas ya las piras / de su fuego, salamandrino antes, / atravesados por las frías corrientes, vueltos liras de rítmicas mareas. / III – En los espejos, creados con el fin / de reflejar a hombres opulentos, / se desliza —grotesco y viscoso, callado, / indiferente— un gusano de mar. / IV – Las alegres alhajas diseñadas / para arrobar las mentes sensitivas, / están sin luz y todos sus destellos son nimios, negros, nulos. / V – Peces con ojos de menguante luna / contemplan los dorados aparejos / y se preguntan ¿qué hace aquí tamaña petulancia?