Miguel Ángel Sáncdhez de Armas
Se cumple medio siglo de la novela total que Carlos Fuentes ambicionó mientras México se debatía entre los residuos del “milagro” económico y la fatiga política del autoritarismo. Terra Nostra fue aquella desproporcionada, maciza e intimidante edificación literaria, una fortaleza no para ser habitada sino venerada: la prueba tangible de que la razón puede desafiar la gravedad del mundo.
Pero en mi caso fue un episodio luminoso. Siendo esta una novela tan arriscada, me abrió sus puertas con donosura y pude transitarla como si diera un paseo de primavera en una pradera inglesa. La primera edición de Joaquín Mortiz de noviembre de 1975 aún vive en mi biblioteca, con la anotación de que la terminé de leer en la Navidad en el rancho con mis padres.
No he conocido otras experiencias semejantes con este libro, sino más bien expresiones de lo difícil, cuando no imposible, que es. Lo platiqué con Carlos a mediados de 1996 en una cena con amigos. Mi impertinencia le hizo gracia. Saber que en las dunas de Samalayuca de la geografía mexicana había un lector que había transitado sin fricciones por su obra desmesurada no le sorprendió. Me dijo que un libro elige a sus lectores. Respondí que algunos azotan la puerta en la nariz a los intrusos -pensando en Ulises- y esto le arrancó una carcajada. Terminamos la cena y no lo volví a ver.
A medio siglo, esa novela monumental sigue siendo un acontecimiento. Algunos críticos la han considerado un monumento no sólo literario, sino civilizatorio, el intento más ambicioso de la narrativa latinoamericana por contener, en un solo cuerpo verbal, la historia entera de la cultura hispánica que, en sus 783 páginas, reúne historia, mito, teología, erotismo, política y profecía.
En la primavera de 1996 en una conversación con Fernando del Paso, Ilan Stavans juzgó que Fuentes era “una figura magnética, el centro de un sistema solar alrededor del cual gravitan otros escritores … que ha eclipsado a los demás.”
Y, no sé si con la aquiescencia o ante el asombro del autor de Palinuro de México, expuso: “Ha sido un adaptador consumado, reescribiendo (¿o debería decir robando?), por ejemplo, un guion de Cabrera Infante, un cuento de Adolfo Bioy Casares, un motivo central de Los papeles de Aspen de Henry James, y así sucesivamente …”
Ignoro también si Stavans se refería a Fuentes con la admiración de quien reconoce que el poeta toma lo suyo donde lo encuentra, o si externaba una no muy velada crítica al obsesivo creador de Terra Nostra.

Cuando Fuentes murió no sentí tristeza o congoja. Nadie que abra Los miserables o Las verdes colinas de África o Piedra de sol o Terra Nostra, sufrirá porque ya no caminan en la tierra Víctor Hugo, Hemingway, Paz o Fuentes, pues como sugiere Rafael Cardona, a los creadores hay que leerlos más que tratarlos.
En donde estuvo el rasgar de vestiduras, el crujir de huesos y las cenizas en la testa, fue entre la legión de los no-lectores y los busca-reflectores. Aquel mayo de 2012 los escuché compitiendo en la construcción de panegíricos, disputándose el premio al lamento más original, codeando un lugar en el daguerrotipo de la posteridad.
Yo por mi parte volví a las páginas de La región más transparente, pero no a las de Gringo viejo; toqué nuevamente la puerta de Artemio Cruz pero me seguí de largo frente a La silla del águila. Y no dejé de cavilar sobre el misterio mayor: ¿cómo se construye un escritor? El escritor no tiene excusas. No le queda más que escribir. Debe ser fiel a esa necesidad. Se puede evadir con mil excusas que uno se da a sí mismo, por mil cosas … Pero el escritor no puede excusarse. Tiene que escribir. Bien o mal, no importa. Tiene que decir: “Aquí está esto: es lo que fui capaz de hacer y lo hice”. Así pensaba y vivía Carlos Fuentes.
El escenario central de Terra Nostra es San Lorenzo de El Escorial, el palacio-monasterio-panteón que Felipe II erigió como templo de poder y piedra angular del imperio. Ahí elevó sus plegarias para que Dios diera la victoria a su armada invencible y destruyera la apostasía protestante inglesa. Desde allí se despliegan tres mundos: el viejo, el nuevo y el otro. Pasado, presente y futuro … o quizá los tres planos del infierno barroco que Fuentes quiso cartografiar. La novela no cuenta una historia lineal, construye un universo. Su tiempo gira. Sus personajes se duplican, cambian de nombre, se desdoblan.
Felipe, el enigmático protagonista de Terra Nostra, no es un hombre sino una herida abierta: la del mundo hispánico que busca reconocerse entre ruinas, espejos y profecías. Carlos Fuentes lo lanza al escenario de la historia como si fuera un peregrino condenado a repetir la pregunta del origen: ¿de dónde venimos, hacia dónde nos lleva esta fe que funde espada y cruz?
En las páginas del libro palpita la obsesión de un imperio que soñó con la eternidad y despertó en el desconcierto. Felipe es el hijo y el fantasma de esa ambición: un cuerpo donde se cruzan el conquistador y el conquistado, el santo y el blasfemo, el poder y la memoria.
Fuentes la llamó su “novela total”, concepto que, en el contexto del Boom, significaba, más que una hazaña narrativa, una ambición metafísica. La “totalidad” en Fuentes no es sólo cantidad de páginas ni extensión temporal, sino un intento por abrazar a todo el mundo hispano, su origen imperial, su fractura colonial y su sombra en las américas. En ella caben el paraíso y la caída, la razón y la herejía.
¿De dónde viene esa obsesión de Fuentes? Quizá lo explique lo que le dijo a Jorge Semprún cuando conversaban sobre la traducción de uno de sus libros del francés al español.
“Me preguntó Carlos -revela Semprún en una entrevista con The Paris Review de 2007- si yo mismo había hecho la traducción al español, y le expliqué que no, porque me habría resultado forzado, e incluso una locura, como escribir el mismo libro dos veces. Inmediatamente me respondió: “Escucha, te equivocas. Escribes El largo viaje, y cuando lo traduces al español será un libro distinto. Luego lo traduces de nuevo al francés, y es otro libro completamente diferente. ¡Pasarás toda tu vida trabajando en el mismo libro! ¡Esa es la vida ideal para un escritor! Un libro que dura toda una vida, pero diferente cada vez.”
Robert Coover, en su reseña de 1976 para The New York Times Book Review, definió la novela como “un magnífico fracaso”, y acaso en esa contradicción luminosa esté la clave de su grandeza. “Fuentes no escribió una historia, sino una catedral verbal que quiso contener todos los tiempos y todas las almas de la hispanidad: un proyecto desmesurado que desborda sus propios límites: una obra que fracasa solo en la medida en que intenta tocar el absoluto. Terra Nostra no se lee: se navega, como una procesión de símbolos donde el lenguaje mismo se convierte en arquitectura. Como si el sueño de una cultura entera ardiera dentro de un solo libro.”
“Terra Nostra pertenece a esa estirpe de novelas que, como Ulises o Bajo el volcán, van creando poco a poco -desde el puro texto- un público de lectores fanáticos”, escribió Juan Goytisolo al salir al paso del “terrorismo crítico” que la tildaba de inabordable. En esa defensa late “la intuición de una novela-catedral: exceso deliberado, espejo de historia y sueño, desafío que obliga a leer con la respiración honda.”
Terra Nostra recibió el Premio Xavier Villaurrutia en 1976 y el Premio Rómulo Gallegos en 1977. Julio Ortega la llamó “la más radical, más ambiciosa y más difícil” de Fuentes. Medio siglo después, la frase conserva su precisión: la novela sigue siendo un desafío para el lector y una advertencia para los escritores.
En su estructura y obsesiones, Terra Nostra condensa todo el sistema de signos de Fuentes. La región más transparente había sido la cartografía del México moderno; Cambio de piel, el laboratorio formal donde ensayó los pliegues del tiempo y la voz. Terra Nostra es la suma de ambas: la expansión de lo nacional a lo civilizatorio. Después de ella, Fuentes no volvió a intentar una empresa semejante. La cabeza de la hidra (1978) y Gringo viejo (1985) serían regresos a escalas más humanas.
En la dedicatoria de la edición española, Fuentes recuerda a Luis Buñuel y a Alberto Gironella, “por las conversaciones en la Gare de Lyon que fueron el espectro inicial de estas páginas”, anécdota que revela el origen coral de una obra concebida como diálogo entre arte, historia y deseo.
Como Buñuel y Gironella, Fuentes entendía el barroco no como estilo, sino como destino. Terra Nostra es “una película imposible, una pintura delirante y una cátedra de historia a la vez.” En sus páginas, los siglos se confunden, los símbolos se repiten, las voces cambian de cuerpo. “Es el sueño -o la pesadilla- de un escritor que quiso contener toda la historia en una sola respiración.”
Cedo la palabra a Ángel de la O, quien al igual que yo transitó las páginas de Terra Nostra como en una trajinera por los canales de Xochimilco cuando aún eran luminosos y navegables y olían a flores en los sesenta. La novela, dice, “no es una reliquia del Boom, sino su cima y su desafío final. La lectura contemporánea la rescata no sólo como ejercicio de erudición, sino como espejo de nuestro tiempo. En sus páginas resuenan los mismos dilemas de hoy: la verticalidad del poder, la herencia colonial, la violencia institucional y el laberinto de identidades. Leerla, “es entender nuestro presente”.
Al cumplir cincuenta años, la novela vuelve a interpelar a América Latina. Nos recuerda que el poder necesita su propio espejo y que la memoria, como la literatura, es un acto de resistencia. “Terra Nostra fue escrita en un siglo que creía en las utopías y se lee en uno que las ha perdido.” Pero en esa distancia reside su actualidad.
“Fuentes soñó una obra que fuera total porque sabía que ninguna lo es. Quiso abarcar el mundo, y terminó describiendo su imposibilidad. Por eso Terra Nostra sigue viva: porque en su exceso, en su desmesura, en su ambición imposible, contiene lo más humano de la escritura —la necesidad de comprendernos, aun sabiendo que el laberinto no tiene salida.
“Leer Terra Nostra -dijo Fuentes- es recordar que el pasado no pasa.” Medio siglo después, sus palabras suenan como advertencia y como consuelo. En esa memoria infinita que el autor quiso atrapar, seguimos buscándonos.
juegodeojos@gmail.com
