JUEGO DE OJOS: El testigo de las multitudes

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Miguel Ángel Sánchez de Armas
Una mañana de octubre de 1992 comencé a redactar el primer párrafo de un documento para los ojos y el humor del más alto mando de la decimotercera potencia industrial del planeta y me di cuenta de que estaba desperdiciando mi vida.
Esto en un sentido metafórico, porque ganaba bien, tenía una vida cómoda y la luz de mi pequeña hija ya iluminaba el mundo. Pero no me podía engañar: mi trabajo era baladí. Los cientos de cuartillas de mis textos acabarían reciclados; ningún historiador del futuro los iba a consultar; no existiría el tesista que tomara una cita de ellos.
A punto de la depresión recordé a Plinio el Viejo y su luminoso mandato, nulla dies sine linea, y me propuse exorcizar los estériles párrafos de informes y memorandos con textos que tuvieran vida propia antes de que fuera demasiado tarde y los burococos me secasen el cerebro.
Así nació “Juego de ojos” hace 33 años. Desde entonces anda rodando por el mundo, llevando a cuestas mi testimonio de un asombro incesante en la vida. El nombre lo tomé prestado a Elías Canetti, cuyo primer tomo de su autobiografía, El juego de ojos, acababa de leer. Tuve la seguridad de que el búlgaro estaría de acuerdo con el principio poético de que lo mío, donde lo encuentre, aunque tristemente no le pude preguntar pues murió en agosto de 1994 y no vino a México como lo habían invitado unos discípulos suyos. Nos tuvimos que conformar con un bello evento en su memoria en el auditorio de la Facultad de Medicina de la UNAM.
Así que esta es una columna de doble aniversario, el nacimiento de “JdO” y la muerte hace 31 años de Elías, nacido en Ruse, Bulgaria, en 1905, en el seno de una familia judeo-sefardí. Para esta edición recurrí a los conocimientos del implacable Ángel de la O. Los párrafos siguientes son casi completamente suyos.
Desde niño, Elías escuchó en casa ese castellano antiguo, el ladino, que los expulsados de 1492 conservaron con terquedad como una patria portátil. Ese español arcaico lo acompañaría siempre como una música de fondo, incluso cuando su vida lo llevó por Austria, Inglaterra y Suiza, incluso cuando se convirtió en un escritor de lengua alemana. En ese detalle biográfico se revela la paradoja de Canetti: un autor universal, políglota, marcado por el exilio, y a la vez anclado en una memoria familiar y lingüística que lo conectaba con la península ibérica y, de manera indirecta, con América Latina.


Su obra más extensa en el terreno de la memoria es la autobiografía en tres volúmenes que lo consagró como uno de los grandes cronistas del espíritu europeo del siglo XX. La lengua absuelta, La antorcha al oído y El juego de ojos no son meros recuerdos de infancia y juventud, sino un mural de la cultura en el que desfilan escritores, artistas, científicos y agitadores políticos. Allí se refleja su educación sentimental e intelectual, su encuentro con la Viena de entreguerras, su paso por Zúrich y su instalación definitiva en Londres.
Si su autobiografía desata el principio de las revoluciones internas con el que nos evangelizaba Oscar León Camelo, en mi caso dos de sus libros, Las voces de Marrakech, de 1968, y El otro proceso de Kafka, de 1969, me llevaron del asombro a la turbación, como si los hubiera escrito para mí. Ambos textos revelan a un Canetti atento a las grietas entre lo público y lo privado, entre lo político y lo personal, entre la multitud y el individuo.
En los setenta estuve en Marrakech a la sombra del palacio verde, recorrí los zocos y me perdí en los Montes Atlas en un viaje que me cambió la vida. Pero cuando a mi regreso encontré el texto en donde Elías, en tono entre antropológico y poético, registra las calles, los pregones y los silencios de aquella ciudad marroquí y revela su capacidad para escuchar y traducir en palabras la densidad de lo colectivo, me di cuenta de mi cortedad. Desde entonces me obligué a ver el mundo no sólo con los ojos, sino con las emociones.
El ensayo de 1969 donde examina la relación de Franz Kafka con Felice Bauer cayó en mis manos poco después de que la lectura de Cartas a Felice me dejara estupefacto al entrar en ese rincón del alma del autor a quien hasta entonces sólo conocía por su Metamorfosis, su Castillo y su Amerika. Sentí lo mismo que Elías cuando escribe: “Sólo puedo decir que esas cartas me han penetrado como si fueran una auténtica vida, y que ahora me resultan tan enigmáticas y familiares como como si me pertenecieran desde la época en que comencé a tratar de ubicar a las personas por entero en mi mente, para llegar, una y otra vez, a comprenderlas.”
La influencia de Canetti alcanzó a México aunque él mismo nunca puso un pie en nuestras tierras. Uno de sus discípulos fue José María Pérez Gay, quien se encargó de traducirlo, difundirlo y comentarlo, y a través de él la obra de Canetti encontró resonancias en el debate intelectual mexicano. La recepción de Masa y poder, su libro más conocido, fue particularmente fecunda en un país que conoce de cerca los dilemas de la política de multitudes, del poder autoritario y de la violencia como mecanismo de control social. En las aulas y en los ensayos de varias generaciones de filósofos y críticos, la sombra de Canetti estuvo presente como un referente que permitía pensar la historia reciente con mayor profundidad.
Canetti recibió el Premio Nobel de Literatura en 1981 pero es un escritor inclasificable: novelista, ensayista, memorialista, filósofo de la historia y de la política, pensador de la literatura. Su novela Auto de fe sigue siendo un monumento narrativo de difícil acceso pero de enorme potencia simbólica, donde ya aparecen las obsesiones que desarrollaría en Masa y poder. Su vida, marcada por el exilio, por la experiencia de la Segunda Guerra Mundial y por la conciencia de pertenecer a una minoría siempre desplazada, lo convirtió en un observador privilegiado de los resortes del poder y del miedo.
Quizá por eso, su lectura resulta tan actual en un México donde seguimos lidiando con la relación entre poder y violencia, entre masa y caudillo, entre las palabras y los silencios que sostienen a la política. Que Pérez Gay lo haya traído a nuestro horizonte intelectual es una de esas casualidades afortunadas que nos recuerdan que las ideas viajan y se transforman al tocar otras tierras.
Elías Canetti murió en 1994 en Zúrich. Pero quedó su mirada, su oído, su escritura, esa herencia que mezcla el rumor de los mercados de Marrakech con la sombra de Kafka, las confesiones de su juventud vienesa con las multitudes anónimas que estudió en Masa y poder. Quedó, también, ese eco de la lengua sefardí que lo ligaba con una España ausente y, por caminos indirectos, con este continente. Y quedó la certeza de que, como decía en sus memorias, lo propio no se limita a lo que está en casa, sino a aquello que uno encuentra en el trayecto, en la búsqueda, en el juego incesante de los ojos.
Gracias, Ángel.

juegodeojos@gmail.com

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