Miguel Ángel Sánchez de Armas
Quiero imaginar que el último paisaje en iluminar la mirada de Jesús Urueta fue una visión de la pampa, esa copiosa y fértil extensión que le habría recordado la enormidad de su amado Chihuahua. Eso nunca lo sabremos, pero un artista siempre agradecerá el recuerdo de los suyos, y jamás desmentirá a quien lo invente porque al inventarlo, le da vida.
Esa recreación es lo que encuentro en el discurso fúnebre que Martín Luis Guzmán pronunció en el cementerio de Dolores de la Ciudad de México el 29 de marzo de 1921 ante el féretro de Urueta, vuelto a su patria en un viaje por mares tan turbulentos como su vida.
Hay en esa oración -recuperada en 1987 en una coedición de las universidades de Colima y la UNAM- un vigor que casi cien años después no ha disminuido su fuerza para estremecer el espíritu:
La sentencia del legislador de Atenas “no juzguemos de una vida hasta después de la muerte” pocas veces tuvo, señores, ocasión mejor que ésta, en que el acatamiento y la congoja nos congregan para ofrecer un último homenaje a los despojos mortales de quien fue, si gran pecador, ciudadano insigne e incomparable tribuno. Porque no habiendo sido los días de Jesús Urueta ni los de un santo, ni los de un maestro, ni los de un héroe, sino que mientras ellos corrían quedaba atrás un rumor de voces no siempre laudatorias y a menudo discordantes, sus deudos por el corazón y por el espíritu hemos debido esperar esta hora de supremo desinterés para apreciar la magnitud de nuestra pérdida, igual que los contendedores de Troya sólo apreciaron la estatura de Héctor cuando éste yacía en el polvo. […]
Entre las personalidades que pueblan la Patria Literaria mexicana la figura de Jesús Urueta (1868 – 1920) se yergue velada y misteriosa a la memoria de las nuevas generaciones. ¿Habrá entre los lectores de este espacio quien por interés que no por edad haya tenido noticias de este orador, pintor y periodista que también fue diputado revolucionario y compartió faenas legislativas con Luis Cabrera, Juan Sánchez Azcona, Juan Sarabia, Serapio Rendón, Salvador Díaz Mirón, Isidro Fabela y Félix Palavicini?
Fue llamado “El príncipe de la palabra” por sus dotes oratorias, y su discurso enfrentó al dictador Huerta –en contraste, “señor de la bellaquería”- quien lo arrojó a un calabozo del cual salió con vida milagrosamente.
Como casi todo hombre visionario y comprometido, Urueta fue también un ser lleno de esperanza en el futuro, confiado en un porvenir alimentado por la sangre y las ideas de otros idealistas como él.
Escribía Urueta: “Es preciso, es urgente que todos los mexicanos comprendan que la Constitución, sólo la Constitución, puede salvar a la patria… Mientras las instituciones no funcionen normalmente no se puede hablar de paz, ni de progreso, ni de libertad. A mejores ciudadanos corresponden mejores gobiernos. Dentro de un buen gobierno, respetuoso de la ley… los ciudadanos elevan su nivel intelectual y moral, el pueblo crece en fortaleza y en virtudes cívicas”.
Hermosa lección encontramos en sus palabras. Hace más de un siglo que Urueta escribió esta sentencia que en los días del verano político mexicano conserva un timbre de urgencia y esperanza. Así pensó, así habló, así predicó Jesús Urueta, ciudadano de México.
El Diccionario Biográfico de Humberto Musacchio consigna que Urueta colaboró “en la Revista Moderna y El Siglo XIX. Fue bibliotecario y maestro en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, dos veces diputado federal y profesor de la Escuela Nacional Preparatoria. Crítico del dictador Victoriano Huerta, éste lo mandó encarcelar. Secretario de Relaciones Exteriores (del 12 de diciembre de 1914 al 18 de junio de 1915) de Venustiano Carranza. Fue fundador del Partido Democrático y en 1919 se le designó ministro plenipotenciario en Argentina y encargado de negocios ante el gobierno uruguayo. Fue autor de Fresca (1893), Alma poesía. Conferencias sobre literatura griega (1904), Pasquinadas y desenfados políticos (1911), Conferencias y discursos literarios (1919) y Obras completas (1930).”
Los recuerdos y testimonios de la vida de Urueta nos hablan de un hombre apasionado y quizá arrebatado, de temperamento levantisco, incendiario. Es un carácter fuerte el que trasluce en la fotografía que acompaña su ficha en el Diccionario de Musacchio: ojos algo saltones y separados, mirada penetrante, frente ancha, nariz larga y labios delgados ligeramente curvados hacia abajo. En suma, alguien cuya paciencia pudo haber sido corta, y por lo mismo grande su creatividad:
Vivió intensamente y para el arte. Aceptó los impulsos de su pasión y supo entretejer con ellos, manteniéndola impoluta, incorruptible, una tendencia nobilísima a contemplar las cosas bellas y a evocarlas. […] Pasión y amor de lo bello, émulos, la una y el otro, que mutuamente se acrecentaban, integraron su alma, presidieron cada uno de sus actos y lo llevaron a formular –son palabras suyas- este concepto de la vida humana: “La alegría, el dolor, el amor, el pensamiento, el alma entera, todo viene siempre a la carne, a la cruel y deliciosa carne, ennoblecida y divinizada como una flora milagrosa por supremos artistas…” […]
Murió muy joven, a los 32 años, pero con un desempeño que, quizá por la misma razón de su juventud, causó la admiración de Martín Luis Guzmán. Sus hijos, Cordelia, Jesús (Chano) y Margarita tuvieron luz propia en la pintura, el cine y la dramaturgia. De nuevo Martín Luis:
Aún lo vemos: en pie; fino y esbelto; la cabeza ligeramente inclinada hacia delante; juntas las manos, mientras los dedos estrujan nerviosos un pequeño papel y todo su cuerpo se halla sometido, como si lo dominara alguna fuerza extraña, a un vaivén blandísimo, apenas perceptible. Y de súbito, cuando, al parecer, el genio hasta allí en reposo se agitaba, rompía él a hablar para goce de sus oyentes; porque era dulce su voz, claras sus vocales, puras sus consonantes, rítmicas sus palabras, armónicos su gesto y su ademán, trasunto de belleza sus citas y sus evocaciones, y profundamente generosa, sedante para el alma, acariciadora para los oídos del cuerpo y del espíritu la euritmia de sus discursos. Hay oradores –como Justo Sierra- cuya memoria ha de perpetuarse con la lectura de sus obras. No así Urueta. Guardemos quienes le oímos –rescoldo sagrado- la imagen imborrable, aunque ya confusa, de su arte sin par, y transmitamos a quienes no le oyeron su palabra […] elocuente y musical como campana de oro.
Como ya dije, Urueta falleció muy joven, de causas que ignoro, siendo representante de México en Argentina. Fue la suya una vida excepcional, como otras que aquí he reseñado, que son un ejemplo a edades en las que otros apenas se preguntan cuál habrá de ser el camino que tomen sus existencias. Martín Luis:
Urueta lloró ante nosotros la muerte de Justo Sierra, y la lloró con tal congoja, con tal duelo convirtió en lágrimas nuestro pesar –lágrimas copiosas, lágrimas sin literatura- que casi nos consoló de la pérdida del Maestro. Y ahora, henos aquí, incapaces de llorarlo a él como él merece, incapaces –pese a la presencia de sus despojos y a nuestra comunidad espiritual- de atraer sobre nuestras cabezas, y convertir en halo de la emoción que nos envuelve, siquiera un fugaz aleteo de aquel noble espíritu, siquiera una chispa del fuego que él encendería en nosotros si estuviera aquí tocándonos con su palabra el corazón.
No descanse en paz Jesús Urueta. Quede entre nosotros, viva, su memoria. Y siga agitando a la República el eco de su oratoria con el reclamo: “¡Sólo la Constitución puede salvar a la Patria!”
Amén.
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