Miguel Ángel Sánchez de Armas
A los doce años ya había leído a Sartre, Hesse y Camus, los cuentos de Maupassant y Ana Karenina de Tolstoi. Se presentó a los exámenes de sexto año con las mejillas aún vírgenes de rastrillo, pero con El muro bajo el brazo.
Y siguió leyendo y escribiendo, se diría que compulsivamente, porque a los 20 publicó su primera novela: La tumba.
Y a los 22 su segunda: De perfil, libro que Emmanuel Carballo juzgó inaugural de una nueva etapa en la literatura mexicana y dio pie a una invitación para escribir su autobiografía en la colección “Nuevos escritores mexicanos del Siglo XX presentados por sí mismos”, la que resultó una breve novela de jóvenes llena de irreverencias y situaciones hilarantes arropadas en una narración fresca y regocijante.
Sí, hablo de José Agustín (1944), ese joven veterano que no ha dejado de leer y escribir durante las casi seis décadas transcurridas desde que apareció su primer libro y quien el sábado pasado se presentó en una biblioteca pública de Cuautla para presidir la ceremonia en que 17 volúmenes con sus obras reeditadas fueron ofrecidas a la veneración de sus seguidores.
En silla de ruedas y 79 años a cuestas pero con la misma energía del conejo de las pilas, este apóstol de la literatura de la onda escuchó con buen humor a su comadre Elsa Cross recordar cuando se conocieron en la adolescencia en el taller de Juan José Arreola.
La crónica de Reforma recoge la estampa de que el primer libro del homenajeado, La tumba, producía en Juan José “un intenso horror y fascinación” que se tradujeron en una expresión memorable, en el recuerdo de Elsa:
“¡Cuántas barbaridades dice usted! … ¡Pero qué bien escritas!”
En la década de los sesenta José Agustín y Gustavo Sáinz encabezaron el llamado “movimiento de la onda”, identificado con la narrativa juvenil mexicana. Quizá las definiciones de esta corriente fueron poco justas con la creatividad de los escritores incluidos en ella, pero útiles para impulsarlos como un grupo con nuevas propuestas en un ambiente literario muy productivo y fértil que quizá de otro modo los hubiese dejado a un lado, o por lo menos hubiese pospuesto su reconocimiento.
Dice John Brushwood sobre La tumba que su narrador “es un escritor joven, lleno de aspiraciones, con automóvil y dinero, además de una cierta facilidad para decir agudezas. Es tragicómico, atractivo, devastador, pero carece de odio. No se nos muestra más tolerante de las chifladuras de su propia generación que de las suyas en particular. Hasta se ríe de sí mismo”.
Esto, además de ser así, me parece hoy en día uno de los mayores aciertos de la obra de José Agustín: el humor, siempre agradecible, hace distinta su literatura. El sábado quedó claro que los años no le han restado lustre a su chispa.
Dice Reforma: “Un muchacho, emocionado, le cuenta que pasó la noche anterior escuchando un concierto [de rock] en preparación para el evento.
“Maestro”, exclamó, “de verdad … ¡me cae que darle la mano es como darle la mano a Dios! …
“¡Ay! … ¡No mames!”, respondió divertido José Agustín mientras firmaba el libro del fervoroso devoto.
José Agustín es un escritor agudo que se ha preocupado por la técnica narrativa, pero no al extremo de entregarse a ella. Esta es, quizá, la razón por la que el humor que maneja en sus narraciones es mucho más fresco.
Es decir, está tan bien trabajado ¡que no se nota que está bien trabajado! José Agustín, seguramente por un peculiar rasgo de carácter, ha conservado el manejo del humor en prácticamente todos los géneros en los que ha incursionado.
Muchos de los pasajes de sus novelas son verdaderamente desternillantes. El gusto por los juegos de palabras, que siempre me ha parecido uno de los rasgos más apreciables, la invención de vocablos y las situaciones hilarantes o la forma de narrarlas, está lo mismo en sus novelas que en sus obras de teatro e incluso en sus crónicas.
Ciudades desiertas es una novela por la que tengo un aprecio particular. Su mirada irónica de la sociedad yanqui y una crítica implacable -incluso de aquello que deseamos y nunca lograremos ser-, la convierte en burla de muchas manifestaciones idiosincráticas tanto de gringos como de mexicanos. Eligio, el protagonista, no tiene inconveniente en tomar lo que le gusta de la sociedad gabacha e incluso alabarla, pero al mismo tiempo puede ser lapidario con esos personajes lastimosamente progresistas y trabajadores.
Sin embargo, me parece que esta novela ofrece algo mucho más valioso: la confrontación de culturas, el subdesarrollo -con el que no es complaciente- frente al primer mundo, la reivindicación de una sociedad frente a otra que progresa, la ingenuidad de la sociedad latina frente al poderío de la que aparentemente no tiene valores.
De perfil y Se está haciendo tarde son fieles al estilo inaugural pero con una preocupación más notable por la técnica. Por cierto en su autobiografía –necesariamente breve porque contaba apenas 22 años-, José Agustín revela que tomaba rigurosísimas clases de sintaxis. La tumba, De perfil e incluso la autobiografía, reflejan el resultado que esta disciplina y preparación ejerce en la narrativa. Nuevos temas, nuevas propuestas que se entregan más fácilmente con una técnica propia y con un manejo limpio y fluido del lenguaje.
José Agustín utiliza con maestría su excelente manejo del español. No es un escritor afectado por el afán de ser cuidadoso. Al contrario, el conocimiento de su idioma le permite volcarse con frescura en los temas de su interés con las herramientas elegidas.
Dice Reinhard Teichmann que “lo que llama la atención en particular es el estilo narrativo que desarrolla José Agustín (en La tumba y De perfil): mezcla la prosa descriptiva y el diálogo coloquial de tal manera que se produce una continuidad narrativa sin interrupción”. De hecho, es la técnica que sigue perfeccionando José Agustín en sus novelas posteriores.
Con un estilo peculiar y que parece no agotarse, en Se está haciendo tarde crea atmósferas que permiten sondear el tedio y la experimentación de conductas en una sociedad decadente, en una cierta clase social.
En El rey se acerca a su templo muestra una faceta de las relaciones matrimoniales en la que no enjuicia los modelos tradicionales sino que los contrasta con una nueva modalidad: el matrimonio entre jóvenes enfrentados a situaciones que les impone la vida moderna.
Quizá Brushwood tiene razón al señalar que José Agustín abandona el movimiento de la onda después de Inventando que sueño. Su análisis de la sociedad mexicana es mucho más presente y agudo, los temas se diversifican y están presentes no sólo los jóvenes.
La mirada en el centro y No hay censura son libros de relatos que muestran a un escritor más involucrado con su entorno social, pero siempre con mucho humor. Por ejemplo, José Agustín consigna con su peculiar estilo el terremoto de 1985 en la Ciudad de México, en el relato “En la madre, está temblando” que se incluye en No hay censura.
Este escritor desenfadado, imaginativo y observador implacable puede hacer literatura a partir de elementos sorprendentes. Paseo en taxi, cuento publicado en un pequeño cuadernillo, tiene como pretexto la discusión entre un pasajero y un taxista, porque el segundo se niega a bajar las maletas del primero. La situación evoluciona hasta lo absurdo, pero es muy reveladora de la condición humana en su aspiración por alcanzar posiciones de poder.
Amor del bueno es una obra de teatro que también aborda situaciones extremas a partir de una situación simple: una discusión entre los asistentes a una boda, que desemboca en un conflicto entre los contrayentes. Estas dos narraciones están llenas de imaginación, de recursos y de humor. José Agustín ha contado que se le ocurrió trabajar Amor del bueno a partir de una nota periodística que daba cuenta de una boda que terminó en una delegación de policía.
Tragicomedia mexicana, un repaso de la vida en México de 1940 a 1994 en tres tomos, conjuga una visión periodística, sociológica y cultural de la vida social y política del México moderno. Crónica hábil e inteligente que demuestra un gran manejo del oficio periodístico, es resultado de la lectura de libros, diarios, revistas, numerosas entrevistas y un cuidadoso trabajo de sistematización de información, diestramente presentados para dar como resultado una crónica de fácil y atractiva lectura que encierra gran cantidad de lecciones de historia sobre la vida reciente de nuestro país.
Tragicomedia mexicana es una especie de obra que parece impensable para un escritor de ficción, porque tiene altos requerimientos de disciplina y organización. Su lectura, sin embargo, es una delicia. Estoy seguro de que todo aquel que se ha enfrentado a la historia como requisito académico quisiera haber tenido a la mano textos como el de José Agustín.
Entre 1990 y 1998 aparecieron estos tres tomos que condensan buena parte de la vida política, social y cultural de México, con un estilo que admite la inclusión gran cantidad de anécdotas pertinentemente elegidas para convertirse en el hilo conductor de la narración. Esta elección forma parte del estilo de José Agustín, quien a pesar de narrar episodios que conjugan, como señala su título, lo trágico y lo cómico de la vida mexicana, no abandona el humor.
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