Miguel Ángel Sánchez de Armas
Vicente Leñero fue una figura de la vida pública mexicana de difícil clasificación. Se ganó a pulso un lugar en la literatura, pero la combinación con el trabajo periodístico derivó en textos que no admiten una etiqueta simple. Su aportación al teatro nacional fue también importante.
John Brushwood, el académico de la Universidad de Missouri que se dedicó al estudio de la novela mexicana, elogió el trabajo innovador de Vicente Leñero en las técnicas narrativas.
Desde mi punto de vista esto fue destacado en Estudio Q.
También es de valorarse que Leñero haya evolucionado sus propias obras. A fuerza de palabras, publicada en 1976, fue una nueva versión de La voz adolorida, su primera novela publicada en 1961. O Los albañiles en su versión novelística y teatral.
Lo normal es que una vez terminada la obra, esta deja de pertenecer al autor y emprende su propia vida. Cambiarla se me antoja como intentar modificar la apariencia de un hijo, pero en el caso de Leñero (como fue en el José Emilio Pacheco, guardadas las proporciones e intenciones), su descendencia de buen grado soportó la intervención posterior del padre, con resultados muy pertinentes.
El lector podría estar de acuerdo conmigo en que tal rehechura requiere de una difícil combinación de autocrítica y seguridad en sí mismo. Decidir la transformación de un texto previo entraña diversos peligros, entre ellos y no menor, el de empeorarlo.
Tiendo a creer, quizá por pertenecer al gremio, que la virtud de lo diverso en los textos de Leñero fue consecuencia de su calidad de periodista, pues produjo novela, teatro y guiones cinematográficos además de una gran variedad de artículos para diarios y revistas. Difícilmente se puede asegurar que un género sea mejor que otro. En todo caso, podemos señalar preferencias.
Vicente Leñero fue también un caso sorprendente en las letras mexicanas ya que su formación inicial fue ingenieril, carrera en la que se graduó y elección primaria que compartió con Jorge Ibargüengoitia y con Gabriel Zaid.
No obstante, abrazó con pasión el llamado de las letras en su doble vertiente de periodismo y creación. Estudió una segunda especialidad en la escuela de periodismo “Carlos Septién García” y a partir de 1959 en que publicó el libro de relatos La polvareda y otros cuentos, no cesó de enriquecer el acervo de las letras mexicanas.
Este ingeniero-escritor (¿escritor-ingeniero?) confesó librar constantemente una batalla con las palabras, lo que nadie supondría con lo extenso de su obra. Lo imaginé en su estudio en fiera disputa con ellas como si se tratase de despejar una derivada.
Pero esta calistenia creativa pareciera ser justamente el motor de su prolífica producción: frente a lo esquivo de la inspiración o la genialidad, sólo la disciplina garantiza la creación.
Me inclino a pensar también que esa capacidad fue producto de la primera formación aunada al celo de la escritura que Leñero asumió sin reservas, pues lo mismo se entregó a crear que a conocer y al escribir se rodeaba de diccionarios y toda suerte de textos de consulta.
Por razones profesionales el libro que prefiero entre toda la obra de Leñero es Los periodistas, aunque difiero de quienes ubican a esta obra como una novela exclusivamente testimonial.
Me parece que Los periodistas es esencialmente una excelente crónica de la saga de un grupo de comunicadores enfrentados al poder.
Leñero logra que los lectores se conmuevan con la situación política de la sociedad mexicana de la década de los setenta y concretamente con las circunstancias que rodeaban a la libertad de expresión, porque no se trata de un análisis, sino de una realidad inteligentemente narrada, con protagonistas reales y hechos reconocibles aún para quienes no vivieron los acontecimientos de la época.
Leñero nos ofrece una historia de poder, de corrupción, de pasión, de entrega a la profesión periodística, de solidaridades de diversos tonos, de enemistades y de una amplia gama de matices de la condición humana, todo ello con fecha, hora, nombre y contexto.
No creo de ningún modo que pueda ser considerado un texto de ficción, por más que en la recreación se exageren emociones.
Los periodistas es un texto obligado para los integrantes no sólo de la prensa escrita, sino de los medios en general. Creo que muchos de nosotros quisiéramos poder contar nuestra historia, la de periodistas, de esa manera: hacer de lo cotidiano algo memorable.
Eso le sucedía al escritor indio R. K. Narayan, pero con tal intensidad que le angustiaba asomarse a su propia ventana porque desde ella se adivinaban “millones de historias” y no era posible incorporarlas todas a su obra.
Consideremos además que Leñero pergeñó buena parte de su obra al tiempo que ejercía una responsabilidad fija y exigente en la revista Proceso. En el mismo año en que ocurren los hechos narrados en Los periodistas, 1976, aparece su novela A fuerza de palabras.
Los acontecimientos relacionados con el affaire Excelsior y la aparición de la revista Proceso sólo descansaron -es un decir- dos años en la memoria de Leñero, que publicó Los periodistas en 1978.
Al año siguiente apareció El evangelio de Lucas Gavilán, quizá una de sus novelas más reconocidas. En 1980 publicó las obras de teatro La mudanza, Alicia, tal vez y Las noches blancas. En 1981 conocimos La visita del ángel.
No intento hacer una cronología de la obra de Leñero, porque agotaría en ella el espacio de la columna, sino algunos apuntes que ilustran por qué me resulta sorprendente la producción de Leñero en el tiempo, en diversidad de géneros y en calidad.
En 1963 con Los albañiles, Vicente ganó el premio “Biblioteca Breve” de Seix Barral, dos años después de haber publicado su primera novela, La voz adolorida. El significado que tenía el premio otorgado por una editorial en ese tiempo es mucho mayor de lo que representa en la época actual y por ello más meritorio.
En muchos sentidos era una catapulta para los escritores, sobre todo tratándose de jóvenes como el propio Leñero, que a los treinta años se hacía acreedor a tal distinción, antecedente del premio “Xavier Villaurrutia” que recibiría en el 2001.
Su contribución al teatro también es digna de mencionarse. Siempre me ha parecido que los escritores tienen una historia diferente en cada lector. Cómo se les percibe y la influencia de su obra van de la mano de la historia personal de quien abre el libro.
Recuerdo que la primera obra de teatro de Leñero que leí fue La mudanza y, no obstante mi juventud, me resultó aleccionador lo que un escritor puede hacer con una situación sencilla, limitada en el tiempo y el espacio. Sin duda todo un aprendizaje para quien se dedicaba de lleno al trabajo reporteril.
Algo similar, pero en otro tiempo y con otra percepción, me produjo La gota de agua, que aprecio más, en palabras del propio Leñero, como “talacha periodística” que como novela. Porque un incidente doméstico es aprovechado con una serie de recursos, incluida la formación ingenieril, para dar como resultado una novela aceptable y sobre todo formadora.
Me pregunto si la combinación de escritor, periodista e ingeniero, derivó en otra de las exitosas facetas profesionales de Leñero, la de guionista cinematográfico.
De su pluma es la adaptación de la novela de Naguib Mahfuz, El callejón de los milagros, lo mismo que la de Eça de Queiroz, El crimen del padre Amaro.
Menos conocidos son sus guiones documentales, como los de la serie Nación en marcha, producida en los setenta por la Subsecretaría de Comunicación del gobierno echeverrista para recrear las giras del primer mandatario.
Por cierto, El crimen le valió verse envuelto en la polémica levantada por grupos religiosos que defendieron a la iglesia católica, pero una consecuencia benéfica del intento de censura a la película fue la edición en español de la novela.
Más allá del incidente, lo que queda es un trabajo eficaz de Leñero en diversos géneros y la evidencia del dominio sobre los distintos lenguajes de cada uno.
No resisto recordar aquí el deseo de aquel escritor: “Si las Musas existen, ¡espero que cuando lleguen me encuentren trabajando!”
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