Miguel Ángel Sánchez de Armas
¿Cuántos libros, cuántas piezas sinfónicas, cuántos poemas, cuántas pinturas… en fin, cuántas obras de arte nos han arrebatado la cordura, la mesura, la sensatez, la pertinencia y lo políticamente correcto?
La historia vibra con ejemplos de cómo desde la locura, los excesos, las renuncias, el placer o el sufrimiento, se han gestado las mejores obras de arte de la humanidad. Pero, además, nos enseña que tales obras se han concebido en primer término para y por el placer de quienes las escriben, aquellos espíritus que se han permitido el gozo personal de crearlas sin que les haya importado el compartirlas o no.
Una de ellas es, sin duda, la literatura desafiante de Henry Miller.
“No tengo dinero, ni bienes, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz sobre la tierra. Hace un año, hace seis meses, creía que era un artista. No pienso más en ello, lo soy. Todo lo que no era literatura me ha abandonado. Ya no hay más libros que escribir, a Dios gracias”.
Así lo consignó Miller en Trópico de Cáncer (1934), la obra que lo convirtió en escritor, símbolo de su liberación de los asuntos mundanos, con la que soltó amarras y se fue de Estados Unidos para sumergirse en el ambiente libertario de París, en donde dio rienda suelta a la pluma, a la imaginación y al espíritu.
Para encontrarse con su destino, Miller no sólo abandonó su patria: dejó atrás empleos que lo deprimían, una hija y una familia. En su equipaje empacó sus recuerdos, la nitidez de las sensaciones y la brillantez de los argumentos que le hicieron rechazar ese modo de vida, que le hicieron comprender que debía preocuparse por la comida justo en el momento de experimentar hambre y no antes.
Dejó de preocuparse por el mañana con tal de tener un techo y una máquina de escribir para ejercer hoy su oficio de escritor, naturaleza que no apareció en él, como sucede a menudo, cuando se publica, cuando la crítica admite la obra del escritor. No, la condición de escritor de Henry Miller se manifestó cuando comenzó a escribir y tuvo la certeza de que ése, y no otro, era su oficio y destino.
Años después, cuando se levantó la prohibición que pesaba sobre sus libros, mucho se escribió acerca de Miller y de su obra. La sociedad donde nació pudo repensar la satanización a la que fue sometido este magnífico escritor.
Sus compatriotas –frecuente paradoja en la historia de ese pueblo- rechazó y lastimó la literatura de Miller como antes lo había hecho con el jazz, la única música que puede considerarse emblemática de ese país, estigmatizada igual que la obra de Miller, mientras que en Europa se le valoraba en su dimensión de escritor.
Como sucede a menudo, para lograr capturar con nitidez los recuerdos el mejor camino es poner distancia de ellos. Ese despiadado retrato que Miller ofrece de la familia, del amor, del éxito, de la prosperidad, de la competencia y de todos aquellos valores tan preciados para los estadunidenses, no accidentalmente fue concebido fuera de su país.
Sobre la censura a la obra de Miller, Lawrence Durrell escribió a Alfred Perlés en Arte y ultraje: “¿Qué hizo el pobre Henry que Colón no haya hecho? Su viaje ha sido mucho más heroico, pues al cabo de éste se descubrió a sí mismo … Pero para alcanzar su objetivo se vio obligado a ultrajar la sensibilidad de sus contemporáneos, tuvo que forzar los candados de acero del tabú, que golpear y sacudirse como una ballena herida, retorcerse, e inclinarse y martillar … ¡Y ahora que lo consiguió, lo canonizan! Se dice que es la mayor expresión del genio [literario] desde Whitman. Pero… ¡todavía no dejan entrar sus libros!”
A lo largo de Trópico de Cáncer se encuentra toda una estructura sobre el arte y sobre el acto de crear, sobre la vida y la autodeterminación. Es una especie de auto de fe en el que Henry Miller proclama sus prioridades y las convicciones que guían su oficio de escritor.
Trópico de Capricornio en cambio, es una revisión profunda de la sociedad. En esta segunda novela disminuye la carga erótica del relato o ésta aparece sólo como un hilo conductor que va dando paso a las razones por las que Miller prefirió la vida parisina y por qué la Ciudad Luz le resultaba un ambiente propicio para escribir.
Del mismo modo que se reconoce que Miller desbrozó el camino a los autores de literatura erótica, o simplemente para que los temas sexuales fuesen incluidos con naturalidad en la literatura, se afirma que sus libros no fueron bien recibidos en los círculos feministas porque los pasajes de explícito contenido sexual se perciben como extremadamente machistas y dominantes.
Se puede admitir que no se trata de una literatura adecuada a las expectativas del feminismo, pero esto no impide percibir que los personajes femeninos en las novelas de Miller tienen un gran valor protagónico, sin los cuales no se entendería la obra autobiográfica.
Esos personajes con los que da rienda suelta al deseo aparecen como seres libres, con determinaciones distintas a muchos otros personajes femeninos que pueblan la literatura, con opciones de vida que pueden no gustarnos, pero que ellas eligieron de acuerdo con sus circunstancias.
Por otra parte, en la mayoría de los pasajes explícitamente sexuales los personajes femeninos se presentan con una enorme libertad para gozar su sexualidad, cosa que sucede en pocos textos de la época y aun posteriores.
La presencia femenina tanto en la literatura de Miller como en su propia vida (si acaso fuera posible diferenciarlas) es de una importancia vital. De manera acusada las figuras de June Mansfield y Anaïs Nin ofrecen la percepción de Miller sobre dos mujeres que provocaron una gran atracción e influencia sobre él, una por su belleza y otra por su inteligencia. En el ocaso de su vida Miller confesó a Brassaï, en las conversaciones que después se convirtieron en el libro Henry Miller: duro, solitario y feliz, que June era “Un ser excepcional y si yo no la hubiera conocido, quizá hubiese sido siempre un fracasado y nadie conocería mi nombre.
“También fue ella la que me proporcionó el tema principal de mis libros: Trópico de Capricornio, Sexus, Plexus, Nexus. ¿Acaso existirían sin ella? Fue ella la que me llevó a París, la que me formó, la que literalmente me transformó. Por eso la he llamado Mona, ¡la sola, la única! Sólo ahora, examinando mi vida, puedo medir su grandeza y su abnegación”.
El coloso de Marusi -que narra su estancia en Grecia, a donde fue invitado por su amigo y admirador, Lawrence Durrell; Primavera negra, que narra su infancia, y otros, como Locas por Harry, Un domingo después de la guerra o El ojo cosmogónico, me parecen los ejercicios literarios en los que Miller se aplicó más a la técnica. Miller afirmaba que no corregía nada … sin embargo, su estilo fluido y cuidado no sugiere esto.
En la obra de Miller lo que prevalece es el espíritu libérrimo que lo singularizó y su gran devoción a la vida en su mejor sentido. Mi admiración por su obra exceptúa su último libro, Querida Brenda: las cartas de amor de Henry Miller a Brenda Venus. Creo que en esta obra del ocaso de Miller, el tiempo le cobró facturas que son evidentes tanto en la calidad literaria como, lógicamente, en su vitalidad, minada por la enfermedad y por sus 89 años.
Una constante en la obra de Henry Miller es lo que se ha percibido como carácter autobiográfico. Creo que en realidad lo que Miller hacía era contar la historia de muchos que tropezaban con él en la vida. El tono narrativo de sus novelas le permitía incluir descripciones sumamente prolijas incluso de los personajes más incidentales. Quizá esta es una de las razones que nos hacen percibir tanta vida y tanta diversidad en sus libros.
Además de su admiración por la libertad, el amor y el placer, Miller fue un devoto de la amistad. Gran cantidad de pasajes en su vida y quizá una parte importante de su producción están signados por la relación con los muchos amigos que fue cosechando a lo largo de su existencia.
En el estudio de la obra de Miller son muy importantes Lawrence Durrell y Alfred Perlés, éste con el libro señero Mi amigo Henry Miller y aquél con su labor de apoyo en la producción y en la publicación de su obra, así como los varios artículos que sobre la obra de Miller publicó en diarios y revistas. Durrell dijo que “El lugar de Miller estará entre esas torres anormales de la creación, como Whitman y Blake, que nos han dejado no sólo obras de arte, sino un corpus de ideas que explican e influyen todo un tipo de cultura”.
Leamos a Miller con alegría y aprendamos a mirarnos sin temores. Él decía: “Si soy inhumano es porque mi mundo ha sobrepasado sus límites humanos, porque ser humano parece algo pobre, lastimoso, miserable, limitado por los sentidos, restringido por preceptos morales y códigos, definido por trivialidades e ismos […] Puede que estemos condenados, que no haya esperanza para nosotros, para ninguno de nosotros, pero, si es así, ¡lancemos un último alarido agónico, espeluznante, un chillido de desafío, un grito de guerra! ¡Al diablo las lamentaciones! ¡Al diablo las elegías y las endechas! ¡Al diablo las biografías y las historias, las bibliotecas y los museos! ¡Que los muertos se coman a los muertos!”.
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