Miguel Ángel Sánchez de Armas
Durante los últimos veinte años de su vida Winston Churchill fue aclamado como el más grande inglés de su tiempo y a su muerte el 24 de enero de 1965 a los 91 años de edad, millones de personas le guardaron luto en todo el mundo. Con su nombre se han bautizado desde buques de guerra hasta cigarrillos; los libros sobre su vida y obra llenan una biblioteca; la televisión, el teatro y el cine lo han exaltado; los cuadros que pintó se venden a precios exorbitantes en las galerías más afamadas; frases suyas han sido inmortalizadas en letras de bronce en recintos y muros en todas las latitudes y las obras que publicó se siguen reeditando más de medio siglo después de su desaparición.
Su vida política activa -es decir, en cargos públicos, pues este inglés encarnó el político perpetuo- se extendió de 1911 a 1955, cuarenta y cuatro agitados años durante los cuales el mundo se vio envuelto en dos guerras mundiales y la geopolítica dio un giro de 180 grados. Fue dos veces ministro de la Marina, ministro para Pertrechos de Guerra, ministro del Interior, ministro de Hacienda, dos veces Primer Ministro e integrante de la Cámara de los Comunes tanto por el Partido Liberal como por el Conservador.
Además fue soldado y periodista. Orador compulsivo y escritor enorme y prolífico, dejó, según la azorada reflexión de David Cannadine, “Una incomparable e intimidante montaña de palabras”. De acuerdo a las cuentas de este editor, entre 1900 y 1955, Churchill pronunció en promedio un discurso a la semana: ocho volúmenes con más de cuatro millones de palabras.
De entre todos los políticos de su generación, Winston fue el que más tenazmente se opuso a someterse a las pretensiones del Tercer Reich y mantuvo en alto la bandera de la resistencia incluso en los momentos más angustiantes previos y durante la guerra mundial. Estoy convencido de que gracias a su temple y a su convicción de que nunca hay que darse por vencido, hoy escribo en español y no en alemán.
En 1953 Churchill recibió el Premio Nobel de Literatura “por su su dominio de la descripción histórica y biográfica, así como su brillante oratoria en defensa de los valores humanos” y se convirtió en el único Primer Ministro británico así distinguido por la Svenska Akademien. En 1956 recibió el Premio Carlomagno otorgado a quienes más han contribuido a la causa de la paz en Europa. En 1959 fue celebrado como Father of the House (padre de la Cámara), el parlamentario con más años de servicios continuos en el Parlamento y fue la segunda persona en la historia, después del marqués de La Fayette, en ser declarado ciudadano honorario de Estados Unidos.
He aquí un grande en todos los sentidos, incluyendo los excesos y las pasiones, cuyos primeros años, sin embargo, no fueron preludio de nada sobresaliente. Al contrario, fue un niño enfermizo y torpe, nada brillante y rechazado por sus compañeros de escuela. Era bajo de estatura, más bien jorobado, de caminar torpe, con piel delicada, mentón débil y cintura generosa. Y como si todo eso no fuera desgracia suficiente, tartamudo.
Winston Leonard Spencer Churchill nació en 1874 en el palacio Blenheim de Oxfordshire, al oeste de Londres, hijo del político conservador Lord Randolph Churchill y de la estadounidense Jennie Jerome. Fue descendiente directo de John Churchill, primer duque de Marlborough y tuvo una infancia solitaria criado por su nana, la señora Everest. Recibió instrucción en Harrow, en donde no brilló. Fue aceptado en el colegio militar de Sandhurst sólo después de presentar tres veces el examen de admisión y, en versión de sus malquerientes, cuando su padre usó sus influencias entre los directivos de la institución.
Resulta un tanto inquietante, al recordar sus atributos, contrastarlos con el juicio negativo que mereció entre muchos de sus compatriotas, y en otras latitudes, entre ellas México, durante una buena parte de su carrera: inflado, huero, superficial, ofensivo, insensible, administrador mediocre, inestable y destructor del Imperio. Los adjetivos críticos fueron tan abundantes en su vida como los elogiosos hoy a su memoria.
El Diccionario Oxford de Citas Célebres consigna 54 referencias a Churchill, lo que lo coloca en el nivel de los clásicos de la antigüedad. Y la lectura así sea a vuelapluma de sus discursos es un viaje de asombros por su capacidad para construir imágenes siempre sugerentes, con frecuencia deslumbrantes y en ocasiones hilarantes.
Entre muchas de estas imágenes, están la pergeñada el 13 de mayo de 1940, al reemplazar al pequeño Chamberlain: “No les ofrezco más que sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor (después traducida a “sangre, sudor y lágrimas”); la del 20 de agosto de 1940 durante la batalla de Inglaterra al aclamar la gallardía y valor de la Real Fuerza Aérea: “Nunca, en el campo del conflicto humano, tantos debieron tanto a tan pocos”, y la frase de su discurso en la ciudad estadounidense de Fulton el 5 de marzo de 1946: “Desde Stettin en el Báltico, hasta Trieste en el Adriático, una cortina de acero ha descendido sobre el continente”.
También legendario fue su sentido del humor: en una reunión, la antipática Nancy Astor, que lo detestaba, le dijo con una letal sonrisa fingida: “Si yo fuera su esposa, Winston, le pondría veneno en el café”: A lo que éste respondió: “Señora, si yo fuese su esposo… ¡lo bebería!”
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