Sergio Gómez Montero*
Sorprendentes, relativamente, fueron los resultados de diversas encuestas que se conocieron el fin de semana recién pasado sobre el reconocimiento por parte de la población que tiene AMLO como gobernante: fluctuaron entre 75 y 83%, lo cual habla de un índice de aprobación muy alto (ligeramente inferior a los de Narendra Modi, primer ministro de la India), el cual es sobresaliente y lo lleva a uno a pensar en algo preocupante: ¿y cuál será el peso de su ausencia? Algo que, creo, por primera vez se da con el cambio presidencial, pues el adiós de tales gobernantes fue definitivo desde tiempo atrás (y si no, recuérdese a Calles).
Es decir, ¿cómo será el gobierno del país ahora que ya no estará López Obrador? ¿Cuánto tiempo le llevará a Sheinbaum darle cariz propio a la forma de gobernar, más allá del género? Puede ser que allí el peso de las herencias (violencia, narcotráfico, educación, austeridad, relaciones con el vecino del norte, salud, cuidado del medio ambiente) imponga de inmediato su impronta y si hay cambios sensibles para bien en esos terrenos (todos ellos muy complejos) pueda hablarse del surgimiento de un nuevo gobierno; si se va a nadar de muertito, pasará tiempo para que surja la nueva gobernante. Nada fácil, pues, pinta el panorama para el futuro inmediato del país.
¿Cómo era antes, por ejemplo? La transición era sólo un cambio de estafeta pero sin que se modificara de manera sustantiva ni ritmo ni finalidad de la carrera. Eso estaba trazado ya con mucha anticipación. Ahora, habrá continuidad –se ha remarcado una y otra vez–, pero deberá haber, se espera, singularidad en la forma de concebir esa continuidad, pues el país de hoy no es el de hace seis años, ya que él está esperando –abajo, a la izquierda– que tanto económica como políticamente se avance; puedan, sobre todo, mejorarse las condiciones de vida de los sectores más amplios de la población.
La esperanza de los cambios tiene una singularidad relativa: se espera que ellos se den en un ambiente de paz, aunque con una polarización ofensiva de la riqueza que no se justifica de ninguna manera y que es algo que de inmediato y a fondo se debe atacar, pues de otra manera es muy posible que las condiciones de paz que hoy prevalecen puedan, en el corto plazo, modificarse para generar condiciones de violencia que, se considera, nadie quisiera que se concretaran.
No pinta, pues, fácil el futuro inmediato, por más que se quiera ver con buenos ojos. Deberá, sí, la administración pública hilar muy fino para conducir a buen puerto el barco. Que no le pesen de más: el peso de la ausencia y la polarización de la riqueza.
Que la buena navegación acompañe a la capitana.
*Profesor jubilado de la UPN/Ensenada