ISEGORÍA: Ayotzinapa: la herida sin sanar

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Sergio Gómez Montero*
Diez años casi y la herida sigue abierta y le sigue doliendo lacerantemente a todo el país. ¿Por qué hasta hoy ese dolor subsiste y continúa supurando? ¿Por qué Ayotzinapa, a casi diez años de distancia, se insiste, es una llaga que no ha podido cerrar? ¿Culpa de quién y por qué? ¿Del gobierno sólo; de una realidad compleja, absurda, plagada de injusticias ancestrales? ¿Por qué ni el camarada Alejandro Encinas, con toda su habilidad de cirujano social, pudo hacerle la faena al toro; por qué lo dejó allí, bufando sólo? Como haya sido, el grupo de expertos que conformaron el GIEI tuvieron tantas trabas que su trabajo quedó inconcluso, aunque sin duda proporcionando en sus seis informes muchas pistas que permiten acercarse a la verdad.
Pero, la neta, ¿es tan pesada la verdad que no puede conocerse, al margen de que en torno a ella se sigan acumulando muertes y asesinatos?
¿Qué tanto nos cuesta a los habitantes del país admitir hoy la existencia activa de una serie de poderes fácticos –concentrados en torno a Ayotzinapa– que a una década de distancia impiden que la verdad en torno a la desaparición de los 43 normalistas del lugar aún no se conozca públicamente? ¿Quién o quiénes saldrían lastimados si ello se llega a saber? ¿Qué tanto se acumula en torno a lo que económicamente se conoce como Ayotzinapa?
Bien puede afirmarse que en torno a Ayotzinapa lo que resalta es la existencia de una de las herencias más álgidas, lacerantes y pesadas del neoliberalismo: la operación hasta hoy de un grupo de poderes fácticos que operan al margen de los poderes formales que componen la República y cuya influencia, muchas veces, se deja sentir explícitamente (y de manera brutal) en la vida diaria de la Nación. ¿Por qué la acción de esos poderes fácticos dejó sentir su rigor de manera tan brutal hace diez años en Guerrero? En lo superficial la afirmación puede ser simple: porque, dada una acumulación de eventualidades, hizo que una realidad simple se complicara excesivamente a partir de las singularidades de Guerrero como estado –lo sabemos quienes lo conocemos y lo hemos estudiado más allá de lo superficial y lo turístico- cuya vida diaria sólo se explica, en gran parte, a partir de la operación de los poderes de facto, entre los que se mencionan: las fuerzas armadas (ejército, marina, policía), la delincuencia organizada (concentrada no sólo, aunque sí mayoritariamente en el narcotráfico), los medios de comunicación corporativizados y todos los grupos de poder que operan en torno a los tres niveles de gobierno (federal, estatal, municipal), componiendo todo ello un vasto universo malévolo que influye determinante en la vida pública de la Nación, sin que la mayoría de los habitantes de ella nos enteremos de esa presencia maligna, hasta que, circunstancialmente, como en Ayotzinapa, uno se dé cuenta, fatalmente, de que él existe.
Ese cúmulo de contradicciones, apenas esbozadas en el párrafo anterior, tratan de ofrecer una pálida idea del peso de un hecho de una complejidad aterradora y que por eso, hasta hoy, subsiste como misterio irresoluble para el gobierno en turno.
¿Será que le verdad no saldrá nunca, definitivamente, del gobierno?
*Profesor jubilado de la UPN/Ensenada

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