Luis Alberto García / Moscú
* En 1997, el “Cuervo Blanco” de Moscú festejó “el mejor momento de la nación”.
* “Las perspectivas de Rusia nunca habían sido tan favorables”: Jean Chrétien.
* La realidad era lo contrario, con caída económica e intrigas políticas maquiavélicas.
* “Con la democracia plena, el país vive cambios irreversibles”: Gaidar y Chubáis.
* Clanes delictivos rusos dejaban pequeñas a las mafias de Nápoles y Chicago.
Este es un fragmento de la historia de un país que, a fines de 1997, festejaba su ingreso al Foro de Cooperación Asia-Pacífico (APEC, por sus siglas en inglés), mientras su presidente, Borís Yeltsin, apodado el “Cuervo Blanco” de Moscú, consideraba tal acontecimiento como “el mejor momento de la nación”.
Los noticiarios de radio y televisión, los periódicos y las agencias informativas de la Federación Rusa interrumpieron sus programas para dar el anuncio oficial, que corrió por cuenta del Primer Ministro de Canadá, Jean Chrétien, anfitrión de esa cumbre regional que concitaba el interés mundial.
El político canadiense señaló que “las perspectivas para el libre comercio nunca habían sido tan favorables” en la historia de la gran nación euroasiática, aunque sin hacer un análisis a fondo ni mencionar lo que ocurría entonces en ella.
Boris Yeltsin hizo un balance de lo que llamó “arduo proceso de normalización política y económica tras el colapso del sistema anterior”; pero parecía que un ataque de amnesia repentina le hizo olvidar la existencia de una inestabilidad institucional evidente y creciente que se traducía en cifras negativas.
No se refirió al descenso generalizado en la producción industrial, la caída en picada del Producto Interno Bruto (PIB), a las intrigas maquiavélicas entre quienes se pretendían sus herederos, – con la destitución de tres Primeros Ministros entre mayo y agosto de 1999-, ni a los seis años marcados económicamente por “terapias de choque”.
Dos de sus más cercanos colaboradores, los economistas Yegor Gaidar y Anatoli Chubáis, argumentaron que, con la llegada a la democracia plena y a un sistema capitalista al estilo occidental, el país, la gran Rusia, ya “vivía cambios irreversibles”; pero con decisiones autocráticas inadmisibles, sin dar las debidas voces de alarma, justificables por una y mil razones.
La bancarrota rusa a fines del siglo XX se reflejó en las palabras de Gerard Schröeder, canciller de Alemania, quien conversó con Yeltsin sobre la posibilidad de que el gobierno de Moscú recibiera asistencia financiera, prometiendo tratar el tema con los dirigentes de los países más ricos del planeta.
Preocupado, el colega del diario “Komsomolskaia Pravda”, Vladimir Golovchansky, intentó deshacer el mito de otra pesadilla rusa; es decir, la existencia de una mafia que, no conforme con operar en la enormidad territorial de lo que fue la Unión Soviética, ya se había introducido en muchísimos países, a través de centenares grupos delictivos.
Ese temor se expresaba en tales dimensiones, que –según Golovchansky- esos clanes dejaban pequeños a los grupos mafiosos de Nápoles, Chicago, Nueva York, Marsella, Ankara, Sofía, Río de Janeiro, Cali o Tijuana.
A ellos tuvieron que enfrentarse Evgueni Primakov, Sergei Stepashin y Vladímir Putin antes de asumir sus efímeros cargos como Primeros Ministros, el último de ellos como jefe del Servicio Federal de Seguridad, sustituto del temible KGB de tiempos idos.
Al margen de la reconversión política impulsada al amparo de la “glasnost” y la “perestroika” de Mijaíl Gorbachov, de las cuales surgieron nuevos nombres y apellidos en el espectro ruso de las cenizas soviéticas, y al abrigo de una transición salvaje del comunismo al capitalismo, los grupos criminales proliferaron como hongos en la estepa siberiana.
El desastre en que se vio envuelta Rusia antes de concluir el siglo pasado, para desmentir los dichos de Yeltsin, se contemplaba en la aparición de ejércitos privados de hasta 80 mil soldados, cifra descomunal que, sin duda, constituía la amenaza número uno para la nación que engendró a la dinastía Romanov en 1613.
En orden de gravedad e importancia, seguía la corrupción imparable, de la cual el jefe de Estado y sus colaboradores eran responsables, al desatar a los demonios de la ambición desmedida, el favoritismo cupular, el nepotismo y la volubilidad, en ocasiones –en el caso de Yeltsin- bajo los humos del vodka y el nalifka, bebidas espirituosas del agrado de los antiguos cosacos del Don apacible.
Al periodista Golovchansky le interesaba dejar constancia de que, desde el gobierno, se había lanzado una lucha sin cuartel contra las mafias y que ese combate se veía coronado por el éxito: 14 mil procesos en los diez primeros meses de 1998; pero, con esos números, el tiro salió por la culata al exponer con crudeza una realidad preocupante dentro y fuera del país.
Los crímenes por encargo fueron otra de las maldiciones de la nueva Rusia, con la impunidad imperando en el 90% de los homicidios, de los 700 que se cometieron a lo largo de 1997, cuyo costo más alto llegó a ser de 300 mil dólares, según la importancia del blanco.
Las víctimas “comunes”; es decir, un enemigo cualquiera, podía costar entre siete mil y quince mil dólares, dependiendo de que tuviera o no guardaespaldas; pero la mitad debía pagarse por adelantado, para que el músico no tocara mal son.
Hay hechos concretos que apuntan –y siguen apuntando, aunque en menor medida- a una relación estrecha entre el mando oficial y el criminal, que ligan a altos funcionarios policiacos con jefes mafiosos, proclives a usar los más diversos métodos para liquidar a quien fuese necesario, como revelaban las acciones de las bandas organizadas que controlaban una suculenta tajada de la deteriorada economía.
Sin ver el humo sobre las cenizas de su patria, con una amplia sonrisa, contradiciendo sus dichos de acuerdo a sus conveniencias políticas, Borís Yeltsin lanzaba loas y asumía un locuaz comportamiento que pretendía ser reforzado con la festinada inserción a la APEC y a la Unión Europea (UE), que en aquellos años contaba solamente con quince esperanzados y expectantes socios.