GLORIA ANALCO
Estados Unidos lleva décadas proclamándose el líder indispensable del mundo. Lo hizo Bush, lo repitió Obama, Biden lo gritó sin pudor y ahora Trump lo martilla como un mantra obsesivo: “América debe liderar”.
Pero, ¿qué credenciales reales tiene para esperar que el resto del planeta se someta a su liderazgo?
¿Acaso es una potencia que lleva prosperidad universal? ¿Protege la soberanía de los pueblos?
La realidad cuenta otra historia:
Desde la Segunda Guerra Mundial, EE.UU. cimentó su hegemonía con portaaviones, bases militares y dólares impresos sin freno. Su verdadero mérito fue convertir su moneda en la sangre del comercio global, amarrando a países enteros a la dictadura del petrodólar.
No hay filantropía ni liderazgo moral: hay golpes de Estado -Irán en 1953, Guatemala en 1954, Chile en 1973-, guerras devastadoras -Vietnam, Irak, Afganistán, Libia, Siria- y sanciones económicas convertidas en arma para arrodillar a quien se atreva a desafiarlo.
Estos hechos marcaron la percepción mundial: una potencia beligerante que pone en riesgo la seguridad global y actúa como un actor imprevisible y peligroso.
La industria de guerra sostiene su economía; Wall Street alimenta la ilusión de prosperidad.
No hace falta ir tan atrás. Basta mirar el presente: EE.UU. y sus aliados siguen actualizando la receta para perpetuar la hegemonía occidental.
Cercan y desgastan a las potencias terrestres -Rusia y China- para frenar el avance imparable de bloques como los BRICS.
Una franja estratégica de crisis, del Mar Báltico al Mediterráneo, pasando por los Balcanes y la península coreana, arde con focos de tensión. Ucrania es el detonante más visible; los Balcanes reavivan un segundo frente; Oriente Medio vuelve a encenderse; Asia se convierte en el nuevo tablero de expansión de la OTAN.
La lógica de estas maniobras hunde sus raíces en Halford Mackinder, geógrafo británico del siglo XX, y su teoría del Heartland: quien controle el corazón continental de Eurasia, dominará el mundo.
Pero hoy el mundo es radicalmente distinto al que Mackinder imaginó: la interconexión global, la tecnología y las nuevas dinámicas políticas transformaron el tablero.
Esa desconexión entre teoría y realidad hace que los estrategas occidentales, anclados en esquemas rígidos y centenarios, corran el riesgo de subestimar la capacidad real de Rusia, China y los bloques emergentes.
Sin embargo, Washington multiplica sus jugadas: concentra tropas, financia y maniobra grupos terroristas, ONGs y redes de influencia, y lanza presiones económicas, diplomáticas y mediáticas para aislar y debilitar a Moscú, Pekín y sus aliados. Y todo eso ocurre ahora mismo.
De Rotterdam a bases en Asia lanzan presiones económicas, diplomáticas y mediáticas para aislar y debilitar a Moscú, Pekín y sus aliados.
Todo está en ebullición, sin pausa ni cuartel.
El objetivo es claro: provocar caos, fragmentar regiones y prolongar una hegemonía que Occidente cree indestructible.
Saben que China no es solo un gigante militar, sino el corazón tecnológico y económico del futuro. Y que Rusia es la potencia militar por excelencia.
Mientras tanto, el espectáculo político gira en torno a figuras como Trump, pero su voz es solo ruido de fondo.
El verdadero poder el Estado Profundo- mueve las piezas desde las sombras, indiferente a los escándalos de la Casa Blanca.
Trump puede repetir “America First” hasta el cansancio, pero quien manda de verdad sabe que el imperio siempre va primero.
La herejía ya no cabe en los muros de un imperio desgastado.
Y mientras Occidente apaga incendios ajenos, ¿quién apagará el fuego que arde en su propio hogar?
Cada nueva adhesión a los BRICS -Arabia Saudita, Irán, Egipto, Etiopía- es dinamita bajo el trono del dólar.
Cada contrato petrolero en yuanes erosiona el pacto sellado por Nixon con los sauditas en los 70: armas y protección a cambio de que todo barril se vendiera en dólares.
Esa fue la base del imperio moderno: un tributo global disfrazado de moneda de reserva.
Trump lo sabe. Por eso encarna la versión más cruda de esa agresividad histórica: sin hipocresía, sin diplomacia, solo amenaza directa: sancionar, aislar, chantajear, aplastar.
Su regreso a la Casa Blanca reavivó la doctrina del garrote: más guerras comerciales, más demonización de China, más presión para fracturar a los BRICS desde dentro.
Pero la pregunta persiste: ¿qué derecho tiene EE.UU. a dictar qué alianzas puede forjar el Sur Global?
¿Con qué autoridad moral señala como “peligro” a países que solo quieren comerciar, tender rutas, financiar infraestructura y escapar del peaje de Wall Street?
La respuesta es incómoda: ninguno.
No hay derecho moral ni, cada vez menos, fuerza bruta.
El liderazgo estadounidense no es un don divino, sino un privilegio impuesto a punta de portaaviones y petrodólares.
Y cada país que se libera confirma que nunca fue natural, sino forzado.
Los BRICS encarnan la herejía más temida por Washington: prueban que la hegemonía no es irreversible.
Que la historia no terminó en 1991.
Y que hoy existen la tecnología, la diplomacia y la voluntad para construir rutas alternativas.
Por eso Trump y todo el aparato imperial odian a los BRICS: representan la pregunta que desnuda su debilidad: ¿quién los eligió para liderar?
Y peor aún: ¿qué pasa ahora que tantos se atrevieron a decirles que ya no?
Los BRICS -para disgusto de Trump- son más que un bloque económico: simbolizan la resistencia contra un orden que se creyó eterno.
El imperio ya no puede quemar a estos herejes en la hoguera, pero sí intenta cercarlos con guerras, terroristas, ONGs, sanciones y propaganda.
Porque toda herejía termina siendo ortodoxia cuando la historia cambia de dueño.
Y en este nuevo mapa, los BRICS no solo desafían a un imperio: encarnan la certeza de que ningún dogma dura para siempre.