– EL ENEMIGO ÚTIL DE ESTADOS UNIDOS
Gloria Analco
Durante décadas, Estados Unidos ha demostrado una crónica incapacidad para atender de manera eficaz la creciente demanda de estupefacientes entre su población.
Sus fuerzas de seguridad no han podido —o no han querido— desarticular las redes internas que distribuyen drogas, ni frenar el flujo de opioides sintéticos ni controlar una industria farmacéutica que durante años operó con total impunidad.
Una vez más, el presidente de Estados Unidos lanza una acusación contra México, culpándolo de la crisis del fentanilo. Esta vez, como tantas otras, lo hace sin asumir responsabilidad alguna por lo que ocurre dentro de sus propias fronteras.
¿Qué hay detrás de este discurso reiterado? Una táctica política y mediática perfectamente calculada.
Lo más alarmante es que, en lugar de brindar respuestas estructurales a sus ciudadanos —quienes pagan impuestos esperando precisamente eso: soluciones— han optado por redirigir la atención hacia afuera.
En vez de movilizar a sus cuerpos de seguridad para controlar los puntos neurálgicos de distribución y consumo dentro del país, despliegan efectivos hacia las fronteras, como si el verdadero problema estuviera del otro lado, en México.
Esta decisión, además de ser ineficaz, sirve para reforzar una narrativa que descarga toda la culpa en nuestro país, desviando la mirada de su fracaso estructural como Estado en este tema.
A esta cadena de omisiones se suma una sospecha inevitable:
¿cómo es posible que las mafias que distribuyen fentanilo y otras drogas dentro de Estados Unidos operen con semejante libertad?
Esa libertad de operación despierta una sospecha inevitable: ¿hay algún grado de complicidad entre las mafias y autoridades locales o federales?
No se trata de un negocio menor: hablamos de miles de millones de dólares que circulan sin mayor resistencia, expandiéndose en Estados Unidos con absoluta libertad.
En los medios de comunicación estadounidenses no hay reportes constantes de detenciones, ni seguimiento serio a las redes internas que hacen circular las sustancias.
Tampoco aparecen grandes reportajes que se hagan cargo del problema de salud pública que representa el narcotráfico. En lugar de eso, optan por un relato uniforme que apunta siempre hacia el sur.
El crimen organizado parece tener una sola cara: la mexicana. De las redes que operan en Chicago, Nueva York o Los Ángeles, poco o nada se dice.
Para colmo, mientras acusan a México de facilitar el ingreso de drogas, hacen muy poco —o prácticamente nada— para frenar el tráfico de armas de alto calibre que fluye desde su territorio hacia el sur. Esas armas, fabricadas y vendidas legalmente en Estados Unidos, terminan en manos del crimen organizado mexicano, alimentando la violencia que, a su vez, justifica políticas cada vez más represivas contra los migrantes.
Así se construye el “enemigo útil”: un culpable externo, lejano, incapaz de defenderse en los medios estadounidenses, que sirve como blanco perfecto para el enojo colectivo.
Y, de paso, se golpea a quienes buscan cruzar la frontera en busca de una oportunidad, etiquetándolos como amenaza en lugar de reconocerlos como personas que contribuyen con su trabajo al desarrollo económico de Estados Unidos, como es en la realidad de los hechos.
La táctica es tan vieja como efectiva: desviar la culpa y fabricar un enemigo que movilice votos. Pero mientras se mantiene esa ficción, siguen muriendo miles por sobredosis, se enriquece la industria de la guerra contra las drogas y se perpetúa una relación profundamente injusta entre dos países que comparten más que una frontera.
Si Estados Unidos realmente quiere combatir el problema, que mire primero hacia adentro.