Gloria Analco
- TRUMP Y PUTIN, INCÓMODA ALIANZA QUE DESAFÍA AL ESTABLISHMENT
La historia que terminó uniendo en una estrecha amistad política a Donald Trump y Vladimir Putin comenzó mucho antes de que siquiera imaginaran ser presidentes de sus respectivos países.
Al establishment occidental nunca le cayó bien esa cercanía entre ambos, y desde el inicio del primer mandato presidencial de Trump, la CIA, la NSA y el FBI -las santas trinidades del poder encubierto- combinaron su potencial conspirativo para frenar cualquier acercamiento entre Trump y Putin.
Esta estrategia fue impulsada por los neoconservadores y el propio Partido Demócrata.
Idearon entonces fabricar la narrativa de una interferencia rusa en las elecciones estadounidenses de 2016.
En los círculos neoconservadores creyeron que así forzarían a Trump a asumir una postura igual de agresiva contra Rusia, como la que Barack Obama -su antecesor- mantuvo en su último mandato.
Pero había algo más, algo visceral: a Obama lo devoraban los celos. No podía soportar que en sus últimos años como presidente, la revista Forbes nombrara a Vladimir Putin como el hombre más poderoso del mundo, cuatro veces consecutivas. Era un título que rebasaba la diplomacia y hería el ego de quien había sido símbolo de esperanza global.
Con el aval de los halcones del Congreso estadounidense, la narrativa de la injerencia rusa fue elevada a doctrina de Estado. Se buscaba doblegar a Trump, demostrarle que no podría salir ileso de un acercamiento con el Kremlin. El mensaje era claro: toda relación con Putin tendría un costo. Y caro.
Los neoconservadores llevaron la acusación al extremo, incluso fabricando elementos para acusar a Donald Trump de antipatriota, en caso de que insistiera en mejorar las relaciones con Putin.
Ese era el clima político dominante al arrancar el primer periodo presidencial de Donald Trump, quien afirmaba con todas sus fuerzas que la interferencia rusa era una gran mentira, algo que finalmente se comprobó sin que Estados Unidos ofreciera disculpas a Putin.
¿Por qué, entonces, tanta hostilidad hacia Rusia? La respuesta está en el principio de los años noventa, cuando Dick Cheney, entonces secretario de Defensa bajo el gobierno de George H. W. Bush, encomendó a su subsecretario en política exterior Paul Wolfowitz la redacción de un plan estratégico: la Doctrina del Ataque Preventivo.
Aquella doctrina, filtrada por The New York Times el 7 de marzo de 1992, escandalizó por su crudeza: Estados Unidos debía impedir con el uso de las armas el surgimiento de cualquier rival tras la caída de la Unión Soviética, mediante el ataque preventivo.
Debía anticiparse a todo desafío y, si era necesario, aplastarlo antes de que tomara forma. La Doctrina Wolfowitz se convirtió así en la hoja de ruta del poder imperial.
Nadie podía imaginar que ese plan sería el fundamento para enfrentar a dos líderes que deseaban tener las mejores relaciones políticas: Donald y Vladimir.
Tres décadas después, ese guion preestablecido encontró obstáculos inesperados:
un magnate convertido en presidente de EE. UU. y un exespía convertido en líder indiscutible de Rusia, que han estado decididos a reescribir el libreto global, y al parecer han comenzado a hacerlo.
Trump comenzó a admirar a Putin desde que Forbes lo colocó por encima de Obama en el podio del poder mundial.
En 2016, el mismo año en que Putin fue por cuarta vez consagrado como el hombre más poderoso del mundo, Trump ocupó el segundo lugar. Las trayectorias políticas de ambos parecían danzar en paralelo.
Forbes presentaba este nombramiento como una elección entre “el pequeñísimo porcentaje de personas cuyas acciones mueven el planeta”.
Mientras tanto, Estados Unidos ejecutaba sin tregua el plan Wolfowitz. Bajo su sombra, se emprendieron invasiones, derrocamientos, y guerras por “la libertad”. Irak, Afganistán, Irán, Libia y Siria aparecían en la lista de objetivos a someter por las armas.
Pero en Siria, inesperadamente, surgió un obstáculo: Bashar al-Ásad resistió, y Vladimir Putin acudió en su defensa, desafiando directamente al poder estadounidense.
Casi al mismo tiempo, otro obstáculo se levantaba dentro del propio Estados Unidos: Donald Trump -que hacia su aparición en la vida política-, cuestionaba el papel global de Washington con un discurso disonante y provocador.
Los neoconservadores, que habían emprendido una estrategia sin tregua contra Rusia, basándose en la Doctrina Wolfowitz como hoja de ruta, empezaban a enfrentar serios obstáculos con la presencia en la política de Trump y Putin, y se preguntaban: ¿hasta dónde va a llegar esto?
Ambos personajes, desde extremos opuestos del tablero, comenzaron a dejar una huella indeleble en la geopolítica mundial.
Y aunque Trump no logró romper del todo con el guion imperial -ni siquiera con sus propios asesores-, su presencia alteró el curso de los acontecimientos.
Y claro que no iban a quitar el dedo del renglón, puesto que el espíritu central de la Doctrina Wolfowitz proclama que “los posibles conflictos que surjan en y desde el territorio de la antigua Unión Soviética serán la principal preocupación de EE.UU. en el futuro”.
Al fin y al cabo que su idea primordial es que Estados Unidos no puede permitirse volver a tener rivales que le disputen su supremacía y debe mantenerse firme en “mostrar el liderazgo necesario para establecer y proteger un nuevo orden”.
Con el derrumbe de las Torres Gemelas, los neoconservadores encontraron la coyuntura para echar a andar su plan maestro, comenzando con la invasión a Irak.
Dentro de ese plan, elaboraron una lista de países que debían ser sometidos por la fuerza, incluyendo Irak, Afganistán, Irán, Libia y Siria, por su posición estratégica y gobiernos que no coincidían con los intereses estadounidenses, sin olvidar a China y Rusia.
Lo que Trump no hizo, Obama sí: compró el mensaje neoconservador. En su discurso de despedida en Chicago, dijo: “Rivales como Rusia y China no pueden igualar nuestra influencia en el mundo”, y desapareció de la escena política sin dejar huella.
En este contexto aparecieron dos líderes: Donald Trump y Vladimir Putin, encabezando potencias mundiales y enfrentando conflictos geopolíticos llenos de tensiones, pero manteniendo una relación personal y política poco convencional que desafía la narrativa dominante.
Son dos líderes que reciben presiones de los círculos políticos y mediáticos, con una relación basada en respeto y pragmatismo, que sobrevivió al primer mandato de Trump y que ahora, con su segundo periodo iniciado el 20 de enero de 2025, parecen ambos personajes preparados para consolidar esa relación política.
Muchos quieren destruir este vínculo que podría ser clave para la estabilidad internacional, pues más allá de la retórica y diferencias, la voluntad de diálogo y entendimiento sigue vigente entre ellos.
Resulta sorprendente que dos líderes al frente de potencias históricamente adversarias mantengan una relación que puede describirse, cuando menos, como peculiar.
Trump y Putin, cada uno con su estilo y responsabilidades, han desarrollado una amistad —o una relación de respeto y pragmatismo— que desafía no solo la narrativa dominante, sino también las presiones del establishment que no quiere ser desplazado.
Desde su primera campaña presidencial, Trump expresó abiertamente su simpatía y admiración por Putin.
Esto alarmó a los neoconservadores, que siguieron al pie de la letra la Doctrina Wolfowitz, y a gran parte de la clase política y mediática estadounidense, que armaron una maquinaria de desinformación y acusaciones, como la infundada teoría de la interferencia rusa en las elecciones de 2016.
El ambiente de rusofobia creó un clima hostil que limitó la capacidad de Trump para acercarse a Putin durante su primer mandato, y el propio Trump tuvo que mostrarse agresivo hacia Rusia para demostrar que no tenía inclinación favorable hacia Putin.
El propio Putin confesó en entrevista con Tucker Carlson que Trump parecía forzado a mantenerse distante para sobrevivir políticamente en Washington.
Sin embargo, esa experiencia no rompió del todo la relación entre ambos.
Ahora, con Trump de regreso en la Casa Blanca, las condiciones han cambiado: la presión mediática es menor y la clase política parece menos enardecida por Putin.
Este nuevo ambiente les brinda la oportunidad de proteger y consolidar una relación que trasciende las diferencias públicas y discursos oficiales.
En tiempos donde la comunicación diplomática es vital para evitar catástrofes, sobre todo nucleares, esta amistad entre dos figuras tan poderosas puede ser una fuerza estabilizadora.
La voluntad de diálogo, entendimiento y pragmatismo entre Trump y Putin es una luz en medio de un escenario global turbulento, una señal de que, pese a todo, la política puede hallar espacios para la cooperación y la búsqueda conjunta de soluciones.
Lo que hoy parece una amistad insólita podría ser decisivo para el futuro de las relaciones internacionales y la paz mundial.
Cuando dos hombres con el poder de influir en el destino de miles de millones se animan a preservar una conexión personal, el mundo debería prestar atención, porque en ocasiones la política no solo es intereses o estrategias, sino personas capaces de tender puentes en tiempos de crisis.
¿Qué podrían hacer unidos Trump y Putin, que encabezan países históricamente adversarios?
Tienen un punto de coincidencia mayúsculo: ambos cuestionan el poder corporativo y lo consideran una traba para el avance del mundo.
Mientras tanto, el mundo observa. Algunos con alarma, temiendo que esta alianza incómoda desate nuevas tensiones. Otros con cinismo, pensando que todo es un juego más dentro del tablero de poder.
Algunos con una sonrisa cómplice, conscientes de que estas piezas se mueven detrás de un telón que pocos pueden ver. Pero todos, en el fondo, sienten ese presentimiento inquietante: algo crucial está por romperse, o quizás, algo inesperado está por comenzar.