Gloria Analco
Europa, el Nord Stream y el largo brazo de Washington
En julio de 2017 publiqué mi columna Escaramuzas Políticas, difundida en los portales noticiosos Al Momento Noticias y Entresemana, con el titulado “¿Europa está al borde de romper con EE.UU.?”, donde analizaba las maniobras de Washington para impedir a toda costa la construcción del gasoducto ruso que conectaría directamente con Alemania: el Nord Stream 2.
Su antecesor, el Nord Stream 1, ya surtía con regularidad gas barato a Europa, apuntalando sobre todo a la pujante economía alemana, que se había vuelto la locomotora de la Unión Europea.
Aquel artículo lo publiqué en un momento clave: Estados Unidos, bajo el gobierno de Donald Trump, redoblaba amenazas y presiones -tanto públicas como diplomáticas- contra el proyecto.
Lo consideraba una traición estratégica del continente europeo a los intereses atlánticos.
Yo sostenía entonces que no podía esperarse que los europeos cedieran, porque hacerlo iba contra su propio interés económico.
Daba por hecho que terminarían por ignorar las presiones norteamericanas, aun viniendo de un presidente imprevisible como Trump, también presidente en aquellos momentos. A fin de cuentas, se trataba de su soberanía energética, según alegaba.
Pero me equivoqué. No por lo que dije, sino porque no imaginaba la magnitud del plan maestro que Estados Unidos estaba desplegando para asegurar su hegemonía energética y geopolítica.
Porque en efecto, aunque hubo una etapa de regateo, Alemania y Rusia terminaron de construir el Nord Stream 2, desafiando abiertamente a Washington. El gasoducto estaba listo. Pero nunca llegó a usarse.
Hoy sabemos que el plan de Washington no se limitaba a detener la construcción del gasoducto: lo que estaba en marcha era una operación geopolítica de mayor escala, cuyo objetivo era romper el vínculo energético entre Europa y Rusia, arruinar la alianza germano-rusa, debilitar la industria europea, y reconfigurar el mercado del gas en beneficio de Estados Unidos.
Y lo lograron, a un costo humano y político enorme.
Trump fue muy claro desde el principio. Apenas llevaba seis meses en la presidencia cuando, en julio de 2017, en la cumbre del G20 en Hamburgo, denunció públicamente que Alemania se había hecho “totalmente dependiente” del gas ruso, y que eso era “muy malo para la OTAN”.
Claro, nunca dijo que Estados Unidos buscaba que Alemania se hiciera dependiente del suyo.
No era un exabrupto: estaba revelando el corazón de la estrategia. Trump lo veía como una traición económica de Alemania, pero sobre todo, como una oportunidad para debilitar a la UE y colocar a Estados Unidos como su proveedor obligatorio de gas natural licuado (GNL), a precios mucho más altos.
Europa no tomó en serio aquellas advertencias. Y es probable que tampoco las comprendiera del todo.
Pero Estados Unidos no se detuvo. A lo largo de los años siguientes, aumentaron las sanciones, la guerra mediática y las presiones para congelar el uso del Nord Stream 2.
Finalmente, en febrero de 2022, tras una serie de provocaciones mutuas y de fracasos diplomáticos, Rusia lanzó su Operación Militar Especial sobre Ucrania, empujada —en parte— por la expansión de la OTAN hacia sus fronteras y por el incumplimiento de los Acuerdos de Minsk por parte de Occidente.
Y fue entonces cuando vino el desenlace: el 26 de septiembre de 2022, una serie de explosiones submarinas volaron los dos gasoductos Nord Stream en el Mar Báltico.
Un acto de sabotaje sin precedentes, cuyas investigaciones, como era de esperarse, nunca han llegado a una conclusión oficial… aunque la autoría encubierta ha quedado bastante clara para muchos analistas.
Con los Nord Stream fuera de combate, y con Europa aislada de su principal proveedor energético, Estados Unidos cerró el círculo. Se convirtió en el mayor proveedor de gas licuado a Europa, a precios desorbitados, sin siquiera tener la infraestructura suficiente para cubrir la demanda de inmediato.
Lo que se ofreció fue más ideología que energía: “gas democrático” en lugar de “gas autoritario”, según lo que subyacía en el discurso mediático.
Pero la industria europea ya estaba perdiendo competitividad, y el ciudadano común comenzaba a pagar el precio en su factura de luz.
¿Y Alemania? El país que más creció durante dos décadas gracias al gas barato ruso permitió, sin chistar, que sus intereses industriales y estratégicos fueran dinamitados —literalmente— sin exigir una respuesta clara.
Nadie se atreve a señalar a Estados Unidos como responsable del sabotaje. Nadie se atreve a exigir cuentas. ¿Por qué? ¿Cómo explicar ese silencio?
Creo que hay una respuesta política de fondo: Estados Unidos convenció a los principales líderes europeos de que, con la guerra en Ucrania, se abría una oportunidad histórica.
Les presentó un plan de victoria. Una Rusia debilitada militarmente, sancionada económicamente, aislada diplomáticamente. Y una promesa: tras una eventual derrota de Moscú, se repartirían sus recursos -gas, petróleo, minerales estratégicos- en lo que algunos ya ven como la “balkanización” de Rusia. Fue un espejismo, pero muchos lo creyeron.
Desde luego, ninguno de estos líderes cree realmente que Rusia tenga intención de invadir Europa. Esa narrativa es una coartada perfecta para justificar el gigantesco gasto en armamento -beneficiando, por cierto, a las industrias militares de EE.UU., Reino Unido y Francia, en ese orden de beneficios- y para mantener la unidad artificial de la OTAN.
Hoy, Estados Unidos ya está en Ucrania, no militarmente, sino por un convenio firmado por su gobierno con el ucraniano que -según informaciones disponibles- le otorga el control de sectores clave de ese país: minerales, agricultura, petróleo y gas.
Con el pretexto de la reconstrucción, Washington podría -si le apeteciera- movilizar no sólo infraestructura, equipo pesado y hasta personal con ese objetivo, sino armamento muy sofisticado, sin levantar sospechas, y sin que Moscú tenga argumentos sólidos para intervenir directamente, a menos que en un dado momento pudiera ofrecer pruebas.
Así, tras una guerra larga, dolorosa y plagada de mentiras, Rusia podría terminar rodeada por la misma amenaza que quiso evitar con su Operación Militar Especial.
El viejo ajedrez de la geopolítica se ha movido varias casillas más, y Europa -en vez de jugar su partida con autonomía- aceptó ser peón de una estrategia que la ha dejado más débil, más cara y más dependiente.
Mi columna de 2017 anticipaba parte de esto. Hoy, con el gasoducto destruido, la industria europea estancada y Estados Unidos vendiendo gas desde sus costas al triple del precio ruso, lo que parecía paranoia entonces se ha revelado como realidad. La historia no terminó con la construcción del Nord Stream. Empezó ahí.