*Mónica Herranz
Generalmente estamos imbuidos en una dinámica de estrés, vamos corre y corre por y para todas partes. Aunque en realidad vayamos a tiempo o no tengamos prisa, de todos modos corremos. Queremos llegar rápido a todos lados, pronto, no demorarnos pero, alguna vez nos paramos a pensar ¿por qué? ¿para qué tanto correr? Quizá poco nos lo cuestionamos, y es que ¡hasta para eso solemos tener prisa!
Ahora, que precisamente cuento con tiempo, pensaba en que todos tenemos algún que otro secreto culposo, algo que disfrutamos pero que no solemos comentar o compartir con otras personas. Dicho todo esto, deberé confesar que uno de mis secretos culposos es que pocas cosas encuentro tan placenteras como viajar trayectos largos en autobús – ¡Que cosa rara! pensará usted. Con lo cómodos y rápidos que son los aviones, ¿a quién se le ocurre en estos días viajar trayectos largos en autobús?-. Concederé que el avión es mucho más veloz, aunque permítanme poner en duda lo de la comodidad.
He encontrado que hay dos motivos por los que los viajeros frecuentes de autobús hacemos uso de ellos en trayectos largos. Uno atraviesa por lo económico, generalmente viajar por tierra es menos oneroso que viajar por aire. El otro motivo, por extraño que pueda resultar para algunos, es por placer.
Viajar en autobús trayectos largos, cuando se tiene tiempo, permite precisamente “bajarnos” de la prisa, del estrés, permite observar el paisaje, cosa que exceptuando el despegue y el aterrizaje no puede hacerse en un avión.
Si se viaja acompañado, un trayecto por ejemplo de unas seis a ocho horas, dará la oportunidad de conversar con quien vayamos, costumbre que entre la prisa, el estrés y la tecnología estamos perdiendo. Y sí, me refiero a ese viejo arte, el de escuchar al otro y ser escuchado, eso a lo que se llama también tener una buena charla.
Si el viaje es nocturno, además nos da la oportunidad de compartir la noche con un otro, asiento con asiento. Podremos observar cómo duerme, si su expresión es plácida, serena, angustiada, etc., si se acomoda en el asiento o da vueltas irremediablemente en él, incluso puede pasar que ese otro termine con su cabeza apoyada en nuestro hombro o viceversa .
Es probable que hasta se llegue a tener la experiencia de colocar una cobija sobre el compañero o la compañera de viaje o que el otro haga lo mismo por nosotros. Es decir, no sólo podemos conversar y observar sino que además podemos mostrar preocupación y atención por el otro. Cuestiones que, como mencionaba anteriormente, cada vez llevamos menos a cabo en este mundo raudo y veloz.
Ahora, si se viaja solo, la experiencia es distinta pero no por ello menos placentera. En este caso, podemos observar a las otras personas que van en el autobús. ¿Van solas también? ¿Van acompañadas? ¿Qué van haciendo? ¿Leen, ven películas, escuchan música? Puede incluso que surja una conversación con el compañero o compañera de asiento, puede que nos cuenten una historia interesante o podemos contarla nosotros. ¡Se puede hacer un nuevo amigo o amiga! Y quizá, si somos optimistas, hasta algo más.
Pero cuando se viaja solo en trayectos largos, y en ello encuentro la parte más placentera de todo esto, está la oportunidad, no sólo de conversar con el otro o de observarlo, sino de hacerlo con uno mismo, valga el pleonasmo. Si, así sin prisa, mirar hacia adentro de nosotros, sabiendo que nos esperan cinco o seis o siete horas de viaje y hay tiempo suficiente para hacerlo con calma. Es la oportunidad de una especie de introspección y catarsis a través de la reflexión ¡fantástico!
No es en vano que tengamos asociada la idea de que los viajes nos cambian o nos ayudan. Seguramente habrán escuchado a alguien que plantee “ese viaje me cambió la vida” o “no es el mismo o la misma que antes del viaje”. Y es que una parte importante del viaje, sin duda, es el desplazamiento y cómo lo hacemos. El trayecto invita a reflexionar.
Con esto no planteo que todos los viajes sean importantes, significativos o trascendentales, hay viajes que sólo son viajes y ya.
Como sea, viajar nos suele inspirar, y hacerlo por tierra, sin majear, disfrutando del paisaje, dándonos con ello la oportunidad de observar, conversar o reflexionar es un placer. Si además, es de madrugada y la luna y la lluvia lo acompañan es una delicia. Brinda una rara, extraña y compleja sensación entre nostalgia, añoranza, aventura y esperanza.
Cuando pueda, no lo dude, dese la oportunidad de realizar un viaje largo en autobús, bájese del tren del “tengo que llegar rápido” y súbase al de “vengo con tiempo pa’viajar”.
Mire que le extiendo esta invitación cuando son las dos de la mañana, desde alguna lluviosa carretera nacional, mientras escribo esta nota y de fondo Juan Ga y José José cantan…
(otro secreto culposo deberé nuevamente de confesar)
” Aquí estoy en el Tenampa
El mariachi toca y canta
Y el me ayuda a olvidar.
Y al cantarme estas canciones
Todas mis desilusiones
Poco a poco se me van.”
“Vengan todos mis mariachis
Cántenme toda la noche
Puras que hablen de olvidar.
Esa que dice se fue
Cuando el sol iba saliendo
Algo así ya no me acuerdo
Pero el caso es que se va”
Cómo este panorama no va a invitar a sentir, pensar, reflexionar ¡Ay, Ay, Ay!
*Mónica Herranz
Psicología Clínica – Psicoanálisis
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