jueves, abril 18, 2024

EN REDONDO: Militares en México, el poder compartido

Mario Ruiz Redondo

Foto: Proceso

Aún siendo militar de origen, al arribar a la Presidencia de la República, el general Lázaro Cárdenas del Río, creó ante el riesgo de un posible golpe castrense, su propio ejército elite, al que denominaría “Estado Mayor Presidencial”, con la única misión de cuidar de su seguridad y de los miembros de todo su Gabinete, en abierta desconfianza hacia los caudillos y compañeros de armas, como Plutarco Elías y el  propio secretario de la Defensa Nacional.

Sería el penúltimo jefe de las Fuerzas Armadas (1934-1940), que asumiría el poder omnímodo de México, que a su vez designaría al general Manuel Ávila Camacho (1940-1946), como su sucesor, para entrar a la etapa de los civiles en la Presidencia de la República, inaugurada por Miguel Alemán Valdés.

Sin embargo, a pesar de proceder del instituto armado, el Presidente Cárdenas del Río, fue y sigue siendo hasta ahora con el Primer Mandatario Adolfo López Mateos, uno de los mayores estadistas de todos los tiempos, al consolidar los objetivos de la Revolución Mexicana, al llevar a la práctica su legado de justicia social, al apoyar la creación de organizaciones sindicales, impulsó la reforma agraria, además de nacionalizar los ferrocarriles y la industria petrolera, en manos de capitales extranjeros, mientras que el segundo pasaría a la historia al mexicanizar la industria eléctrica.

Y si bien la Presidencia de la República ya no fue compartida a la cúpula militar, se les mantuvo el acceso a un número determinado de diputados federales, senadurías y gubernaturas, como cuota corporativa.

Tendría del 9 de mayo de 1985 al 30 de junio de 1986, la oportunidad de colaborar como coordinador general de Comunicación Social, con Absalón Castellanos Domínguez, el último general de división del Ejército Mexicano, en ostentar el Poder Ejecutivo del estado de Chiapas (1982-1988). El penúltimo sería el general del mismo rango, Graciliano Alpuche Pinzón, en Yucatán, quien después de dos años de gestión, solicitaría licencia para retirarse del cargo por severos problemas de salud, en 1984.

Alpuche Pinzón ubicaría en posiciones claves de su equipo de trabajo, a militares que hicieron alarde de abuso de poder y deshonestidad que abarcó a los distintos grupos de Policías       estatales, mientras que en Castellanos Domínguez delegó toda su confianza en su secretario particular, el subteniente Manuel Salinas Solís, al grado que al término del sexenio, retornaría a su natal Nayarit, donde se convertiría en uno de los inversionistas pioneros de polo turístico Nuevo Vallarta, que hoy le permite ser un prominente empresario inmobiliario, según revelarían sus más allegados.

Mi presencia como comunicador oficial culminaría en junio de 1986, al renunciar para aceptar la invitación de asesorar en Chihuahua, a Fernando Baeza Meléndez, desde el primer día en que es designado ganador de la gubernatura, hasta su toma de posesión, en la que tuve el agrado de sumar esfuerzos con mi gran amigo Eduardo Robledo Rincón, entonces delegado especial del comité ejecutivo nacional del Partido Revolucionario Institucional.

Sería luego de mi salida de la administración chiapaneca, cuando en ese mismo año, surgiría el espíritu de dictador intolerante del subteniente Salinas Solís, que en venganza por las publicaciones críticas a su trabajo, que Conrado de la Cruz Jiménez, el director del periódico Cuarto Poder de Tuxtla Gutiérrez, hiciera, ordenaría su secuestro al salir de su casa e internamiento en los sótanos de la Procuraduría de Justicia.

La intervención personal ante el general gobernador Castellanos del entonces secretario de Gobernación, Manuel Bartlet Díaz, a solicitud del ahora columnista, en nombre de su familia, permitió la inmediata liberación bajo fianza de mi amigo Conrado, cuando estaban a punto de ponerlo tras las rejas en el penal de Cerro Hueco, acusado de “difamación, calumnia y otros que se acumulen”.

Ejercicio indebido del poder de un militar, personificado por Manuel Salinas Solís, que da constancia de la forma en que el personal castrense ha perdido y sigue perdiendo el piso, al encumbrarse en posiciones de mando civil que sigue siendo compartido.

Días a la distancia, los actuales, en que se sigue criticando dentro y fuera del país la pronta puesta en vigor de la nueva Ley de Seguridad Interior, que facultará a las Fuerzas Armadas, a realizar tareas hasta ahora, de acuerdo con la Constitución, solo de responsabilidad de las autoridades policíacas civiles, una vez que, según se argumenta, no ha habido capacidad de los gobernadores y alcaldes por capacitar a sus corporaciones de seguridad pública, que por cierto ha sido encomendada a los militares.

Un “fracaso”, en el que si se trata de encontrar culpables, éstos se encuentran dentro de los miembros del Ejército y la Armada, que en la actualidad, con la autorización de sus mandos superiores, ocupan los cargos de secretarios de Seguridad Pública en más de la mitad de los estados de la república, incluyendo municipios, como ocurre con Chiapas y Sinaloa, por citar dos casos.

Una militarización de la policía que siempre ha existido, como se recuerda en la ciudad de México, que tuvo al coronel Rogelio Flores Curiel a principios de la década de los 70, como jefe de la policía, para de ahí saltar como gobernador de Nayarit en el período 1976-1982.

Y aunque se han mantenido en las esferas del ejercicio de gobierno civil, ya no en las primeras líneas, muchas de ellas encubiertas para evitar críticas, lo cierto es que sería hasta enero de 1999 cuando el Presidente Ernesto Zedillo Ponce de León, quien además de allanarle el camino a Los Pinos a Vicente Fox Quesada, le prepararía mediante decreto, la incursión masiva de efectivos castrenses, mediante la creación de la Ley de la Policía Federal Preventiva.

Una nueva normatividad que pondría en práctica Fox Quesada, en base a un segundo decreto de Zedillo Ponce de León, del 30 de noviembre de 1999, que da origen a la Secretaría de Seguridad Pública Federal, al mando de Alejandro Gertz Manero, que le permitiría unificar los mandos de las Policías encargadas de los Centros de Prevención y Tratamiento de menores, de Prevención y Readaptación Social y de la Seguridad Privada, dependientes de la Subsecretaría de Seguridad Pública de la Secretaría de Gobernación, además de la Policía Federal de Caminos, bajo el dominio de la Secretaría de Comunicaciones y Transportesn, en la que se incluiría al Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad y la presidencia del Consejo nacional de Seguridad.

Vendría la consumación de la militarización policíaca federal, ante la necesidad de crear contingentes especializados en contrainsurgencia y antimotines, para lo cual serían inicialmente enviados para integrarse a la SSPF, 11 mil efectivos provenientes de las filas del Ejército Mexicano y la Armada de México.

Una decisión que al concluir el gobierno de Fox Quesada, no habría dado los resultados esperados, al tratar de sumarla a la actividad militar que ya se desarrollaba de manera cotidiana en los estados más conflictivos por su violencia y actividad del crimen organizado, especialmente en los estados de Guerrero y Sinaloa, que en 2006 llevaría al Presidente Felipe de Jesús Calderón Hinojosa a hacer pública su decisión de “sacar de sus cuarteles al Ejército”.

Gradualmente, como la humedad, militares de tierra y mar, se ubicarían en las posiciones de control de las corporaciones policíacas estatales y municipales en el territorio nacional.

En 2011, estaban ya a cargo en 17 entidades, aunque el entonces secretario de Seguridad Pública Federal, Genaro García Luna, argumentaría que la asignación de más de un centenar de mandos militares de alto rango –activos o en retiro-, en cargos policiales civiles, “servirá para dar experiencia a las Corporaciones”, sin que ello implicara una militarización, a pesar de que los mandos inmediatos pertenecían a la milicia.

Por aquellos días, sobresalían el contraalmirante médico Manuel Mondragón y Kalb, en el Distrito Federal; el vicealmirante Miguel Angel Ramos Leal, en Quintana Roo, mientras que otros menos conocidos, pero con rangos de generales, coroneles y capitanes del Ejército Mexicano, desarrollaban actividades policiales sustituyendo a civiles en estados disputados por los cárteles de las drogas, como Baja California, Chihuahua, Guerrero, Michoacán, Tamaulipas, Coahuila, Nuevo León, Guanajuato y Veracruz.

Una guerra al narcotráfico desde las trincheras policíacas civiles, bajo control militar, en tiempos del sexenio de Felipe de Jesús Calderón Hinojosa, que en Ciudad Juárez, Chihuahua, tuvo uno de sus momentos cumbres años atrás, en 2009, cuando la presencia castrense se disparó a partir de marzo asumió la Secretaría de Seguridad Pública el general de división retirado, Julián David Rivera Bretón, llevando como director operativo a un coronel en retiro.

Unos mil 600 policías municipales bajo su coordinación, se sumarían a los más de ocho mil 500 soldados y dos mil 300 policías federales, a los que se sumarían otros no reportados oficialmente, pertenecientes a las Corporaciones estatales y dela Procuraduría General de la República.

Su labor no convencería a los altos jerarcas militares como a la misma sociedad, por lo que el general Rivera Bretón, sería sustituido en octubre de ese mismo año, por otro colega del mismo rango del Ejército, echando abajo su prestigio como comandante de las zonas militares de Sinaloa, Sonora, Hidalgo, Veracruz y Chihuahua.

Después de más de 11 años de haber salido de los cuarteles, tanto marinos como soldados para llevar a cabo una guerra frontal contra el narcotráfico, con saldo que rebasa los más de 100 mil muertos, los militares no han tenido éxito, como lo esperaban los presidentes Vicente Fox Quesada, Felipe de Jesús Calderón Hinojosa y ahora Enrique

Peña Nieto.

La idea complementaria de capacitar a las Corporaciones Policíacas civiles de todo el país, es resultado de la impreparación de la milicia para capacitar a los elementos, a los que solamente han endurecido y disciplinado, pero no formarlos de manera multidisciplinaria para cumplir con los objetivos de brindar seguridad a la población y de combatir con efectividad al crimen organizado, al ser coptados en mucho por los bajos salarios y ausencia de convicción para la realización de la tarea encomendada.

Se ha fallado también, por la irresponsabilidad de los gobernadores y alcaldes, que no se han corresponsabilizado de esta importante tarea, que finalmente se ha revertido ante los ojos de la ciudadanía que considera que la policía en México, no solamente es escasa, sino poco confiable.

Hoy se sabe, que en el país se cuenta con menos de la mitad de agentes civiles que se requieren, con el hecho agregado del desprestigio por mantener un perfil dudoso en su operación. Sólo uno de cada cuatro posee una formación para ejercer labores de seguridad y trabajan en condiciones laborales precarias.

Estudios oficiales revelan que a lo largo y ancho de la República Mexicana, existe una tasa promedio de 0.8 agentes por cada mil habitantes, lo cual se considera una cifra muy por debajo de lo recomendado por la Organización de las Naciones Unidas, que la sitúa en 2.8.

No atender con la prioridad urgente de tener más y mejores policías, que hoy representa una situación desventajosa para los más de 120 millones de mexicanos que con justa razón exigen mayor seguridad y freno a la violencia, justificará pronto la mayor presencia militar en México, con los riesgos que conlleva, de acuerdo a la experiencia mundial, pero sobre todo latinoamericana, con un poder civil peligrosamente más compartido.

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