jueves, diciembre 12, 2024

El Transsib (1891-1904): una maravilla ignorada por el mundo

Luis Alberto García / Javárosk, Rusia

*Por decreto imperial, fueron construidos 650 kilómetros anuales.

*Trece años de una labor titánica que parecía eterna.

*Imprescindible en la Revolución y la Segunda Guerra Mundial.

*Letargo estival y calor en mayo, junio y julio en el Sur de Siberia.

*Hubo estancamiento durante la transición política de fin de siglo.

*Como la placa conmemorativa, también desapareció la vieja Rusia.

El “Rossiya”, el tren Transiberiano número 1 que avanza sinuosamente a través del territorio más inhóspito de Asia, representa una insólita y admirable hazaña de construcción, durante la cual una gigantesca legión de peones, presidiarios, soldados y aventureros extranjeros temerarios y sin destino, tendieron un promedio de 650 kilómetros de vía férrea al año, entre 1891 y 1904.

Como durante la guerra civil (1918-1921) que enfrentó al nuevo régimen de los soviets y a los rusos “blancos” expulsados del poder en 1917, ese ferrocarril –construido por decreto inapelable del zar Alejandro III- desempeñó un papel tan importante como en la Segunda Guerra Mundial, cuando muchas fábricas fueron desmanteladas en la Rusia europea, teatro de las más cruentas hostilidades por la invasión nazi de 1941.

Colocadas en carros de ferrocarril y enviadas al Este de los montes Urales, los trabajadores volvieron a armar más de medio centenar de plantas para la defensa de la patria en Novosibirsk, en esos años una quieta y soñolienta población a orillas del río Obi, la cual, como resultado, se convirtió en importante centro industrial.

En Siberia, el estancamiento económico que padeció el país en la última década del siglo XX, obligó a mucha gente a hacer lo que antes era inconcebible: despedidos de sus empleos, o recibiendo salarios sumamente precarios, los siberianos se habían convertido en vendedores callejeros de mercancías chinas en las grandes ciudades o en sus lugares de origen.

En el verano, el Sur de Siberia ha sufrido excesivamente en medio de olas de calor cada vez más frecuentes por el cambio climático, evidencia no reconocida únicamente por dirigentes políticos miopes y obcecados –no es el caso del gobierno que preside Vladímir Putin- con temperaturas que promedian los 30 grados centígrados.

Entre mayo, junio y julio, afectados por un letargo causado por el calor, los habitantes de las regiones de Novosibirsk, Cheremkhovo, Irkutsk y Angarsk prefieren refrescarse contemplando la taiga poblada de abedules y abetos, en sitios frescos en los que abundan los aserraderos con troncos esparcidos a su alrededor.

El tren continúa su camino mientras una intensa puesta de sol anaranjada enciende el cielo detrás de las colinas verdes pobladas de árboles característicos de estas tierras, y aún hay quienes recuerdan que, hace menos de veinte años, se decía que, si el Transsibb se venía abajo, el Estado también.

“En Rusia tenemos que recorrer enormes distancias y solamente el ferrocarril puede transportarnos, ignorándose que esta es una más de las maravillas del mundo”, dice Ilya Porfirenko, jefe de la estación de Yerofei Pavlovich.

Este olvidado poblado siberiano se desarrolló a principios del siglo XX como lugar de suministro y mantenimiento del Transsib, y refiere que, con los años, el número de trenes disminuyó en dos tercios desde 1990.

El viejo sistema de ferrocarriles dependía y se debía a una economía quinquenal planificada asombrosamente ineficaz, caracterizada por mover enormes cantidades de carga sin tomar en consideración los costos.

Desde 2001, ya con el gobierno presidido por Putin desde el Kremlin, se decidió no subsidiar la actividad del Transiberiano, del mismo modo que el ministerio correspondiente no podía permitirse el lujo de contratar y emplear ejércitos de trabajadores, prescindiendo de miles de empleados ferrocarrileros, desde maquinistas hasta mecánicos, inspectores y garroteros.

En Jabárovsk, ciudad industrial situada en las orillas de un extraordinario tramo del rio Amur, a bordo de un vagón de primera clase del Okean (Océano), el cual sale a las siete de la noche y llega a Vladivostok a las nueve de la mañana del día siguiente, es posible gozar de comodidades comparables a las que ofrecen los trenes de Estados Unidos o de Europa occidental.

Cuando se cruza ese mosaico de campos y bosques, se percibe el olor a diésel de la locomotora, lo cual hace recordar que la mayor parte de ese tramo de 767 kilómetros del Transiberiano todavía no está electrificado.

En la pequeña población de Viazemski, mujeres que se cubren la cabeza con pañuelos de colores vivos, se colocan en el frente de la estación vendiendo arándanos, cerezas, fresas, pasteles, crema, mantequilla y leche fresca, bajo una luna creciente que, suspendida, apenas se deja ver en el cielo azul glacial.

Por la mañana, cuando se llega a Vladivostok, hace frío y el cielo está encapotado, y lo primero que se ve son los barcos y buques de guerra de la Flota del Pacífico de Rusia anclados en la bahía del Cuerno Dorado, en cuyas cercanías se ubica la estación restaurada de Vladivostok, un edificio amarillo con ventanas en forma de arco, techos altos de embaldosados meticulosos, clásicos del siglo XIX.

En la parte superior se armó una estructura de hierro, de donde parte una columna de mármol que se yergue sobre uno de los andenes de ladrillo, rematada por el águila bicéfala sosteniendo el cetro y el orbe, el símbolo de la Rusia zarista, revivido por Borís Yeltsin en enero de 1992.

No han estado equivocados los historiadores que afirman que el siglo XIX fue el del ferrocarril, desde los puntos de vista de las comunicaciones, la economía y el comercio, la política y en el plano militar, por lo que era inevitable que el zarismo no acabara extendiéndose por sus inconmensurables posesiones norteñas y orientales.

El primer tramo en cruzar los montes Urales fue la línea Perm-Ekaterimburgo, construida en 1878, siguió la Ekaterimburgo-Tiumén en la década de 1880; y a finales de la cual se planificaría el trazo que cruzaría todo el continente, atravesando la Siberia central.

Aprobado en 1890 y anunciado en marzo de siguiente, el trayecto se iba a dividir en varios ramales: Siberia occidental (mil 450 kilómetros entre Cheliabinsk y Novonikolaevsk), completado en 1895; y Siberia central (mil 800 kilómetros más hasta Irkutsk y el lago Baikal), completado entre 1898 y 1900.

El rodeo al lago Baikal (257 kilómetros), fue completado en el verano de 1904, en los momentos más difíciles de la guerra que Japón declaró a Rusia en febrero de ese año; la Trans Baikal (mil 100 kilómetros de largo entre el lago y Sretensk), línea concluida en 1900; la de Amur (mil 930 kilómetros) entre la anterior población y Jabárosk -compleja, difícil y cara-, que no sería finalizada sino hasta el 5 de octubre de 1916.

Fue a un año de que la Revolución bolchevique tomara el poder, cuando Nicolás II todavía alcanzó a decretar la finalización de Transsib con la vía del Oriente de China y el río Usuri (767 kilómetros), entre Jabárosk y Vladivostok.

En la terminal de este puerto, en la base de la columna marmórea adornada por el águila bicéfala coronada, escudo de armas de la dinastía Románov, hubo una placa de bronce puesta en mayo de 1881, que decía: “Aquí termina el Gran Ferrocarril Transiberiano. Distancia desde Moscú: 9,288 kilómetros”.

Con 23 años de edad, en mayo de 1891, el gran duque Nicolás, heredero del trono, puso la primera piedra de la estación y develó esa placa inaugural, y hubo alguien que contó que ese recuerdo podía verse en el lugar, pero tiempo después ya no estaba ahí.

Al igual que la familia imperial ajusticiada en Ekaterimburgo el 17 de julio de 1917 –durante la era soviética llamada Sverdlovsk-, esa añeja evocación de bronce, como la antigua Rusia, también había desaparecido.

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