Federico Berrueto
Cuando la superficialidad asalta hasta a las mentes más lúcidas de nuestro tiempo no debe sorprender el éxito abrumador de la deriva autoritaria. Uno de los recurrentes errores de la narrativa opositora dominante es ver en Morena el retorno al pasado autoritario. Con ello absuelven a López Obrador y suavizan su asalto a la democracia y la gravedad del proyecto autoritario en curso. Tal pareciera que la transfiguración y condena al pasado autoritario es la motivación opositora y no la resistencia a la creciente autoritaria. Como tal es más creíble la narrativa obradorista sobre el saldo de los gobiernos y de los partidos del llamado periodo neoliberal, aunque parcial y maniquea.
El PRI nunca ha sido un partido democrático. Su origen fue el poder y su misión no fue representar ni ganar elecciones, sino administrar el poder bajo la dirección del caudillo, primero, y después del presidente sexenal que se renovaba adecuando la política y el gobierno a la dinámica del cambio. El PRI dio de sí cuando la competencia por el voto se volvió el medio para legitimar al poder. Intentó renovar el clientelismo que dio resultado temporal en 1991 y 1994, pero era contranatural a la apertura democrática y a los valores que animaban el cambio porque los votos implicaban la parcialidad del gobierno, un árbitro electoral a modo y una legalidad ausente, justo como ahora con Morena y su triunfo arrollador.
El PRI sin ser democrático ha sido un actor relevante en la construcción del edificio democrático. Votos de la mayoría priísta en concurso con la oposición llevaron al país a la hazaña -si se tuviera perspectiva histórica- de hacer realidad no sólo la democracia electoral, también la división de poderes, reglas (insuficientes) para evitar la sobrerrepresentación, la independencia plena de la Corte, la autonomía del órgano electoral, normas de equidad y fiscalización (imperfectas), la democratización de la Ciudad de México, la autorregulación del poder público e instituciones para la transparencia y la rendición de cuentas.
Como bien señalara Beatriz Paredes, el arribo al poder del obradorismo y su asalto a la democracia es consecuencia de lo que no se hizo bien en el pasado. No hay que culpar al PRI de antaño, sino más bien, por igual a lo que sucedió después de que el presidente perdió mayoría en el Congreso, especialmente a partir de la primera alternancia. El PRI perdió brújula porque sus gobiernos locales cayeron en extremos de inmoralidad y ayunos de sentido de responsabilidad y al PAN en el poder nacional le ganó la complacencia y la gradual, pero consistente, pérdida de mística cívica. El regreso del PRI fue catastrófico para el régimen en su conjunto; la corrupción, el desprecio al otro, la soberbia y la exclusión social de la mayoría se volvieron prédica que involucró a la misma oposición con excepción de López Obrador, quien gana porque pudo articular la indignación de los descontentos con el régimen y el creciente desprecio a las instituciones de la democracia maniqueamente asociadas a la corrupción.
Enrique Peña Nieto, el presidente más priísta, acabó con el PRI, que llevó al tercer sitio de las preferencias con un candidato presidencial afín a él y los suyos no al partido; en el afán de ganar impunidad se volvió funcional a López Obrador, dándole una mayoría parlamentaria robusta y, como cereza en el pastel, dejar en el PRI a Alejandro Moreno, un exgobernador a la altura de su sentido político y de ética pública, incapaz de llevar a la institución a una urgente e inevitable refundación y revisión crítica de su pasado inmediato. Efectivamente, el obradorismo se explica por el colapso político de todos los partidos históricos, más que cualquier otro el del PRI.
Este domingo se ha materializado lo que se configuró hace cinco años con el arribo de Alejandro Moreno. La muerte del PRI inicia con su arribo a la dirigencia y se ratifica con la permanencia del dirigente. El futuro será una penosa caricatura, una transfiguración no del partido dominante, sino de aquellas organizaciones que le sirvieron de comparsa en el pasado lejano, de falsa resistencia al régimen y, en otros casos, de oposición de la oposición.