Federico Berrueto
El secretario de la defensa, general Luis Cresencio Sandoval, como cualquier alto funcionario de la Federación tiene derecho a una buena calidad de vida. El problema se presenta cuando las cuentas no dan, más por los salarios que el presidente decidió asignar a su gabinete. En el caso están presentes todos los indicios de venalidad, tráfico de influencia, conflicto de interés, operaciones simuladas, posiblemente fraude fiscal y otras faltas parecidas. La estatura del funcionario, la relevancia de las fuerzas armadas y la ilimitada confianza que les ha dispensado el presidente obligan a una explicación por el aludido y a una investigación rigurosa e independiente. Aunque es debido, difícilmente ocurrirá, especialmente por la prédica moralista presidencial.
Cierto es que todo alto servidor público tiene derecho a vivir bien, con dignidad; ahora se sabe que buena parte es simulación, que los funcionarios, empezando por el mismo presidente tienen beneficios mayores a los reportados. Poner la vara alta inevitablemente conduce a las imposturas, sobre todo cuando se acompaña de opacidad y del secreto oficializados.
Quien se desempeña en una alta responsabilidad en el sector privado o público tiene derecho a los beneficios propios de su éxito profesional. La pobreza no es virtud e invocarla como tal conduce a la hipocresía. La austeridad, siempre encomiable, es una decisión personal, porque las remuneraciones deben estar asociadas al nivel de responsabilidades. La austeridad de ahora es farsa y ha sido una manera de castigar a los buenos servidores públicos y un inocuo reclamo al pasado por sus excesos. Lo que debe reconocerse es que la venalidad no deviene de los altos ingresos, sino de la corrupción, de apropiarse de los recursos públicos o de la extorsión que se hace desde el poder a los particulares, y cualquiera puede constatar que las cosas están peor que antes.
El tema de los bajos ingresos que se han impuesto a los servidores públicos atiende a un sentimiento de agravio por dos consideraciones: primero, la pobreza que padecen la inmensa mayoría de los mexicanos, incluso quienes pertenecen a la clase media; segundo, el abuso, ya que es común que políticos encumbrados vivan con exceso, sin que el ingreso de para ello, y provenga de la corrupción.
La pretensión de elevados ingresos de personas profesionalmente exitosas es parte del juego, más en un país en donde la red de protección social es tan precaria que muchos tienen que recurrir a la medicina o a la educación privadas, sólo por mencionar algunos ejemplos. El presidente les recrimina, pero cuando tuvo problemas de salud graves asistió a la medicina privada.
Los excesos del general secretario Sandoval documentados por Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad dan en la línea de flote del proyecto político actual. Muestra que la austeridad es farsa y, eventualmente, que la honestidad valiente, también. Igualmente revela que la hipótesis que justifica la militarización no pasa la prueba; el pueblo uniformado es tan frágil como cualquiera. Es iluso pensar que lo que ocurre con el general secretario es excepción, mucho más en una institución hecha para operar en la opacidad, la discrecionalidad y con una muy escasa propensión a la rendición de cuentas, como ha sido evidente en la conducta del militar aludido respecto a los legisladores.
La corrupción no se resuelve con prédicas presidenciales, tampoco con designaciones de funcionarios o corporaciones que sacrifican capacidad por honestidad, como si fueran atributos incompatibles y como si la última fuera fácil identificar. México continúa siendo un país con elevadísima venalidad, que hoy se incrementa por haber resuelto transitar por la puerta grande de la impunidad. Por ello no hay rendición de cuentas, no hay transparencia, no hay derecho a la información sobre qué se hace y el destino de los recursos públicos. El patrimonialismo populista hace creer que la causa todo lo vale, incluso recrear la corrupción de siempre.