Por José Cruz Delgado
APATZINGÁN, MICHOACÁN.- Nazario Moreno González, alias “El Chayo” o “El Más Loco”, no solo fue uno de los narcotraficantes más temidos de México, sino también una figura enigmática que combinó la violencia del narco con una retórica pseudorreligiosa que marcó un antes y un después en el crimen organizado nacional e internacional.
Originario de Apatzingán, Michoacán, Moreno emergió como un líder natural dentro del Cártel del Milenio en los años noventa, antecedente del Cártel Jalisco, pero fue en la fundación de “La Familia Michoacana” donde consolidó un modelo criminal inédito: el narcoevangelismo.
Bajo su mando, esta organización impuso códigos de conducta a sus miembros, prohibiendo el consumo de drogas, alcohol y el abuso sexual, mientras promovía la lectura de una “biblia” escrita por el propio Moreno, plagada de frases motivacionales, citas bíblicas y justificaciones morales para la violencia.
Su carisma y retórica le permitieron ganarse la lealtad de comunidades enteras en Michoacán. Con discursos que mezclaban justicia social y mística religiosa, “El Chayo” construyó una base social que protegía a su organización y la legitimaba ante sectores marginados del estado.
Esta fórmula, además de facilitar la expansión de La Familia, le permitió forjar alianzas internacionales y convertir su modelo en una referencia para otras células criminales en América Latina.
Un legado teñido de sangre
Aunque su discurso se envolvía en un manto de “moralidad”, los hechos que se le atribuyen evidencian la brutalidad con la que operaba. En 2009, el país quedó conmocionado tras el asesinato y decapitación de 12 policías federales, cuyos cuerpos fueron arrojados a un costado de una carretera en Michoacán. El mensaje fue claro: La Familia Michoacana no se sometería al gobierno federal.
Ese mismo año, Moreno intensificó su control territorial a través de tácticas de terror social. Impuso reglas violentas en comunidades, con castigos extremos a quienes rompieran su “código moral”, incluyendo mutilaciones y ejecuciones públicas. Comerciantes, transportistas y agricultores eran forzados a pagar cuotas bajo amenaza de muerte.
En Zitácuaro, en 2010, una masacre dejó al menos 11 muertos en medio de una lucha interna provocada por la falsa noticia de su muerte. Las balaceras se volvieron parte del paisaje cotidiano de Michoacán durante esos años, especialmente en municipios como Apatzingán, Buenavista o Tumbiscatío, donde los enfrentamientos entre sicarios y fuerzas federales eran constantes.
Incluso tras su supuesta muerte en diciembre de 2010 —que el gobierno afirmó sin mostrar su cuerpo—, su figura siguió generando caos. Fue hasta marzo de 2014 que se confirmó su verdadero deceso, abatido por la Marina en un enfrentamiento en la sierra de Michoacán.
Trascendencia internacional
A nivel internacional, La Familia Michoacana logró posicionarse como un actor clave en el tráfico de metanfetaminas hacia Estados Unidos, donde operaba con células distribuidoras y redes logísticas propias.
La DEA lo tenía identificado como un “criminal de alto valor”, por su capacidad de producción, distribución y lavado de dinero. Además, su modelo de crimen organizado —una mezcla de fe, estructura paramilitar y asistencia comunitaria— fue replicado en menor escala por grupos criminales en Centroamérica y Colombia.
Un culto que perdura
Pese a su muerte, el mito de Nazario Moreno continúa vivo en muchas regiones de Michoacán. Existen altares en su honor, oraciones impresas en estampas y una especie de devoción popular que lo retrata como un “santo protector” del pueblo pobre. Esta dimensión mística de su figura convierte su historia no solo en la de un capo, sino en la de un fenómeno social y religioso profundamente enraizado.
Moreno representa uno de los casos más complejos del narcotráfico mexicano: un criminal que usó la palabra de Dios para justificar la violencia, y que logró fundar un imperio basado tanto en el miedo como en la fe.
AM.MX/fm