Federico Berrueto
En el pasado, el apego a las formas convencionales de la política no impidió el desgaste y desprestigio de los gobiernos, los partidos, los órganos legislativos y de los políticos en general. La crisis mayor ocurrió en el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto; una nueva generación de políticos se caracterizó por la pérdida del sentido de los límites, aunque cuidaron casi siempre las formas. La situación más dramática en cuanto a venalidad ocurrió en los gobiernos estatales y en algunas áreas de la administración federal.
Tal cual venganza pública, el candidato opositor, con un partido creado unos pocos años antes ganó la elección en 2018 de manera abrumadora y que significó un triunfo arrollador en la elección presidencial, en prácticamente todas las elecciones concurrentes, singularmente en la elección de legisladores, que le aportaría una mayoría calificada en la Cámara de Diputados y una robusta presencia en la de Senadores.
El triunfo obradorista inaugura una nueva etapa en la vida pública. No sólo un presidente con amplio apoyo popular, mayoría legislativa y sin recato. Quien actúa desde la presidencia de la República se desentiende de su condición de jefe de Estado y se asume activista en la disputa permanente por el poder. El diálogo, el acuerdo y hasta la reconciliación quedarán cancelados y descalificados al ser entendidos como un ardid de los enemigos para frenar al proyecto en curso. Cambian muchas cosas, entre otras, el cuidado de las formas y un sentido de decencia en el ejercicio del poder. La mentalidad de guerra se impone.
Bajo la nueva circunstancia no tenía mayor costo descalificar a todo el que se opusiera o estuviera en desacuerdo. De manera simple, y para no pocos convincente, se le etiquetaba como emisario del pasado corrupto, su postura como recurso de quienes pretenden mantener sus privilegios. La incursión mediática diaria del presidente se dio como expresión más religiosa que política: los buenos y malos, el infierno y el cielo, las verdades reveladas, el neoliberalismo como anatema y la condena intransigente al infiel. Con singular disciplina ocurre una y otra vez ante la complacencia de muchos. Buena parte de los medios y las élites, con singulares excepciones, convalidan el abuso del poder y la discrecionalidad que, en no pocos casos, corrió en su beneficio.
La pérdida de decencia, de autocontención era indispensable por ser el recurso más eficaz para intimidar, atemorizar y someter. La embestida contra la libertad de expresión fue frontal y así volver marginal e irrelevante el escrutinio crítico al poder. A todos condenó, incluso a aliados del pasado como la revista Proceso o la periodista Carmen Aristegui. Poco importó que las agresiones presidenciales se dieran en el país donde el oficio periodístico es una actividad de alto riesgo, como constatan las muertes en el ejercicio de la profesión. Una nueva forma de ejercer el poder se naturaliza, algunos con la esperanza de que con el tiempo se resolvería, otros por desinterés o connivencia.
El balance sexenal permite ver con mayor claridad ganadores y perdedores. Como tal, las elecciones no son registro de una competencia normal por el gobierno, es el resultado del deterioro de las condiciones para elecciones justas y equitativas, además se constituyen como aval para la destrucción del edificio democrático. El derecho al gobierno se traslada al derecho de alterar en sus fundamentos la representación política en el Congreso; la destrucción del sistema de división de poderes; el sometimiento al gobierno de los órganos electorales; el aniquilamiento de la institucionalidad para la transparencia, rendición de cuentas y contención al abuso del poder político, y, especialmente, al régimen que garantiza la constitucionalidad de los actos de gobierno y de las leyes que emitan los órganos legislativos.
Las condiciones en las que iniciará el gobierno, especialmente si el Tribunal Electoral opta por la sobrerrepresentación por partido, serán óptimas para acabar con el sistema democrático. Ahora México es más vulnerable en un mundo que se mueve a otro ritmo y más con una sociedad en la que la mayoría se acomoda a lo que existe. Persisten la desigualdad, la venalidad, las libertades reducidas, los derechos inciertos, la violencia y la ilegalidad desbordadas en amplios territorios del país, el gobierno devastado, la mentira y el cinismo monedas de uso regular, un poderoso vecino y socio comercial en la desconfianza y un país dividido. Saldo de la decencia extraviada.