Fernando Irala
En una realidad desastrosa y con innumerables signos ominosos, el atentado contra el periodista Ciro Gómez Leyva es una alarmante señal del deterioro de la vida pública en el país y de las amenazas que se ciernen contra los informadores, sobre todo los que disienten del régimen.
No es que sea el primer caso. Por el contrario, desde hace varias décadas ser periodista es un peligro, y en los últimos años, México es el país más riesgoso para quienes ejercen el oficio.
Sin embargo, desde el asesinato de Manuel Buendía, hace ya casi cuarenta años, no se había visto en la ciudad de México un atentado así, con matones profesionales y una estrategia para cometer su crimen.
Dice la jefa de Gobierno de la ciudad que no es tiempo de hacer especulaciones. Tal vez no desde quienes tienen a su cargo investigar y proceder. Pero será inevitable, sobre todo si no hay resultados pronto, que se extienda la creencia de que a Ciro lo mandaron matar, por fortuna sin éxito, esbirros de una dictadura en ciernes.
Otra reflexión ineludible es que cuando desde Palacio Nacional un día sí y otro también se denuesta a periodistas y pensadores que osan criticar al gobierno, no faltan algunos desquiciados que suponen que agresiones así le sirven a sus amos.
El ambiente envenenado que todos los días se alimenta en la vida pública puede tener estas derivaciones.
Lo más grave es que no sólo es el gremio de comunicadores el que está en riesgo. Cuando se acalla la libertad de expresión y de opinión, la sociedad pierde su vitalidad y su avance civilizatorio.
Esa tragedia se vive ya en muchas ciudades, pueblos y regiones del territorio nacional, bajo la dominación de la delincuencia organizada y de gobiernos locales que se han vuelto aliados, cómplices o simplemente subordinados.
Hasta ahora la capital de la República parecía un oasis todavía a salvo del dominio de las mafias.
Esa simulación está a punto de terminar, como parte del proceso de destrucción y barbarie que vivimos, disfrazado de transformación.
De grima.